Hay muchas razones para criticar a este Gobierno y todo el mundo conoce un extenso listado de agravios, insensateces y actitudes poco democráticas. Por ejemplo, su empecinamiento en matar una y otra vez a Montesquieu, en ejercer un poder absoluto desactivando los controles parlamentarios y populares; su permanente abuso, por indebido uso, de la excepcional delegación constitucional para aprobar el decreto-ley; en definitiva, su desprecio a las competencias del Congreso, a las comunidades autónomas y hasta al propio Tribunal Constitucional. Y no solamente en el contenido de lo que hacen, sino hasta en el estilo y la forma.
El Gobierno aprueba un decreto-ley, en uso de la autorización constitucional contenida y reglada en el artículo 86.1 de la Constitución, y piensa que tal autorización es una patente de corso que permite todo, y no lo es. En frase del precepto constitucional: el Gobierno podrá dictar reales decretos-leyes “en caso de extraordinaria y urgente necesidad”. Sin embargo, el Gobierno utiliza los decretos-leyes para sustraer a la representación legítima del pueblo español el debate mesurado y transparente que ha de presidir la elaboración de las leyes. Los representantes del pueblo español no están para “aclamar” las disposiciones legislativas del gobierno de turno: están para elaborarlas. Por tanto, este gobierno sustrae al Parlamento el ejercicio de sus competencias legislativas mediante el abuso y el uso desordenado del mecanismo extraordinario del decreto-ley.
Por otra parte, ni la fértil imaginación de los diversos ministros ha explicado el carácter extraordinario y urgente de la inexistente necesidad en la práctica totalidad de los decretos-leyes aprobados. Por no hablar de la falta de rigor que ha presidido la redacción de algunas exposiciones de motivos. Y como veo que la historia se repite, me he permitido reproducir parte de los argumentos que utilicé en un turno en contra de un nefasto decreto-ley donde además pedía que se tramitara como proyecto de ley para que todos pudiéramos expresar nuestras opiniones al respecto. Y también porque pienso que los partidos constitucionalistas deberían hacer una encendida defensa de lo que son sus derechos como parlamentarios y en definitiva de la defensa de la soberanía popular.
Pero como escribo estas líneas después del gallinero en que se convirtió el Congreso de los Diputados en el último decreto-ley, me gustaría destacar de manera singular la valiente decisión de los dos diputados de UPN que prefirieron defender su postura manteniendo su opinión en vez de someterse a las componendas del representante de su partido. Dichosa partitocracia. Su actitud me hizo recordar aquellas palabras de Concepción Arenal: “la dignidad es el respeto que una persona tiene de sí misma, y quien la tiene no puede hacer nada que lo vuelva despreciable a sus propios ojos”. Palabras que también sirven, aunque en sentido contrario, para la presidenta del Congreso.
