Casi todo el mundo miente. Seamos sinceros: todos hemos mentido alguna vez. Incluso es sospechoso que esos asuntos, en los que decir la verdad o mentir no suponen mal a nadie, no sólo sea frecuente que optemos por lo segundo, sino que además la sociedad lo tolera y lo disfraza. Hay una palabra específica para ello: las llamamos mentirijillas. Un diminutivo cariñoso, nada ofensivo ni penalizador, que casi exige el plural por su frecuencia. Más aún, hasta los antiguos moralistas, ¡tan cerrados y exigentes!, las llamaban mentiras piadosas. Daban a entender que mentir casi podía llegar a ser virtud en ciertos casos. Y otros términos más neutrales seguían la misma estela comprensiva y nada condenatoria: mentiras blancas.
Pero la mentira, sin calificativos, mantiene su carácter negativo. Mentir, incluso en una sociedad tan tolerante como la nuestra, está mal. Y eso todos lo entienden. El problema ahora, para algunos listillos disfrazados de intelectuales críticos, es saber qué es mentir. Y se enrollan miserablemente en consideraciones de tontos: que si no podemos conocer la verdad y por tanto es imposible enunciarla, que si cuando el intelecto no falla puede desfallecer la voluntad porque nuestras limitaciones psicológicas nos lo impiden…
Lo más sospechoso de todas estas consideraciones, de bar tras la tercera ronda, que ahora se dicen en los debates (¿?) televisivos y en los parlamentos autonómicos y de Madrid, es que siempre emplean la primera persona del plural: no podemos conocer, carecemos de la capacidad de… Sus defensores se escudan tras de nosotros. En realidad solicitan nuestra complicidad para aguantar sus mentiras en el sobreentendido de que todos mentimos. Y es verdad que todos mentimos: pero hay mentiras y mentiras. Por lo mismo que no es igual robar ocho que ocho mil; ni a un pobre que no tiene nada o a un rico que ni se entera de lo que le falta.
Pero sea cual fuere el tamaño de la mentira y la calidad y número de los afectados por ella, saber qué es mentir no es complicado. Es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar. Esta definición impide que quien mienta ignore que ha mentido. El sujeto mentiroso y el sincero no tienen dudas sobre lo que son. Podrá estar o no equivocado, porque para ser honrado basta con decir lo que uno buenamente piensa sobre algo, aunque no sea exacto, ni siquiera verdadero. Para no mentir basta con ser sincero: decir lo que se piensa, no su contrario.
Luego está la intención de engañar. En esto tampoco hay dudas para los sujetos. Todos sabemos sin dificultad alguna qué pretendemos con nuestras verdades o mentiras. Nadie ignora cuando da a la mentira apariencia de verdad o viceversa.
Los problemas con las intenciones es conseguir probarlas. Porque el que miente sabe cuando miente; pero sabe también que es muy difícil que logren probar que miente. La ignorancia o la definición de la intención sirven de excusa al sinvergüenza ante los tribunales. Y ante él es cuestión de tragaderas. Lamentablemente, en este aspecto, parece que la evolución de las gentes, especialmente de los que han de dar cuenta pública de su gestión, ha desarrollado estas de manera muy notable. Entre “fake news” y “posverdades” la gente normal ha respondido no fiándose… y se ha puesto a buscar a quien hable claro y luego cumpla.
En política, la mentira genera desconfianza, la desconfianza se carga la convivencia y el engaño pertinaz y continuo produce dos efectos. El primero, que la gente desconfíe de los políticos como grupo. El segundo, que se abre la espita del todo vale si no te pillan. Lo curioso es que en ese mundo de embusteros probados no haya mayor ofensa que dudar de su veracidad. Todos los mentirosos se enfadan muchísimo cuando alguien los llama embusteros.
En fin, aunque seamos muchos los que digamos mentirijillas, los engaños de los políticos siempre son graves y, con frecuencia, gordos. Son graves porque los ciudadanos esperan que cumplan lo que han prometido, o algo razonablemente parecido si es que tuvieran que negociar para llegar a acuerdos con otros. Les votaron por eso. Y son gordas porque los engañados son muchos. No solo sus electores. Se engaña a toda la sociedad con sus discursos. Y luego está el ejemplo; pero de eso ya hablaré otro día.
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(*) Catedrático de la Universidad.
