Algún lector me ha dicho que la soberbia y la vanidad se curan con sinceridad. Es verdad. Tan cierto como que casi todo se cura diciendo la verdad por lo directo. Además, al funcionar así habitualmente se evitan muchas tonterías. Hay que ir con ella, con la verdad, por delante como solía decirse. Pero la experiencia humana en general, y quizá la propia en particular, demuestra que decir la verdad debe ser una tarea difícil, porque todos hemos mentido alguna vez y no faltan los que practican el embuste de manera sistemática.
De todas maneras, el mentir y el quedar bien no solo exigen buen cociente intelectual, requieren también una memoria excelente. Conservar en la memoria todas nuestras afirmaciones y negaciones sin relación alguna con la realidad, implacablemente incoherentes, sabiendo qué dijimos a cada uno de los que nos escucharon en cada mentira y en cada momento es muy difícil.
Quizá por eso, en todos los ambientes sociales hay una tolerancia cierta, por lo menos, a las mentirijillas. Y es práctica bastante común que el personal en las abundantes reuniones intrascendentes en las que nos movemos, cada vez más, diga habitualmente lo que supone que le viene mejor (a él, claro) en ese momento. Y es verdad también que el ‘dar jabón’ y el adular se recomiendan, bajo términos ingleses, en los manuales tan abundantes hoy de los másteres en protocolo. Esta mentira continuada y blandurria, es con frecuencia relleno común en las relaciones sociales, que no pretenden ir a más. Exige menos memoria y ahora también escaso ejercicio de la inteligencia, porque los cínicos han logrado que en esas reuniones para entretenerse se toleren incluso las contradicciones, que se transforman si te descuidas en manifestaciones de ingenio.
Los libros sobre la ‘buena crianza’ de las gentes de bien consideraban indiscreto, pueril y ñoño elogiar a la gente en su presencia. Las personas normales se ‘ponían coloradas’ ante esas alabanzas. Los realistas, porque siempre las veían un poco exageradas. Los vanidosetes, porque les sonaban siempre a incompletas. Eran pueriles porque solo a un cerebro infantil se le ocurre semejante cosa. Esa debe ser la cualidad que destaca en los entrevistadores actuales de televisión cuando introducen a sus invitados más apreciados en medio de alabanzas y reconocimientos. Y lo que tiene de infantiloide esta actitud se toma como sinceridad.
La alabanza, ante otros, al que está delante es también una ñoñería, por lo que denota de falta de ingenio, de poca sustancia, de ‘sosez’. Pero lo peor es que pone de manifiesto una notable ausencia de discreción por parte del ‘babosete’ que se afana en ello. Porque la discreción, ser discreto, es justamente tacto para hablar y juzgar y todo un don que lleva a expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad: ¡casi nada!
La verdad se maltrata tanto, que hemos llegado a un consenso popular que la condena
En fin, la verdad se maltrata tanto, que hemos llegado a un consenso popular que la condena. Parece, se dice, que solo los borrachos y los niños son capaces de decirla claramente (que por otro lado es único modo propio de decirla). Es difícil entender este acuerdo consagrado por la sabiduría popular del refranero; pero debe ser de lo poco antiguo que todo el mundo sigue aceptando. Y claro es imposible volver a nacer y está prohibida la publicidad de bebidas alcohólicas: toda una conspiración contra la verdad.
Ser sinceros es decir la verdad: fácil de definir. Quienes tienen problemas habituales para casar estos dos términos (lo que se dice y la verdad) tienden a plantear profundos problemas filosóficos: ¿qué es la verdad? ¿Es posible alcanzar la verdad? Mas aún ¿existe la verdad? En realidad no hace falta profundizar tanto: una cosa se ve o no se ve; una piedra es una piedra; te comprometiste a esto o no te comprometiste… y no me vengas con problemas ontológicos ni gnoseológicos. Al pan hay que llamarlo pan, porque si lo designas con otro nombre es que no quieres decir la verdad, o por lo menos que se te entienda, que viene a ser lo mismo en la práctica.
Para decir la verdad a los otros, antes tiene que asumir cada uno las que le tocan. Porque decir la verdad es difícil, pero decirnos a nosotros mismos nuestras verdades lo es aún más… y aceptarlo es una tarea muy difícil. Lo primero que se autoviolenta es la memoria. Nuestra vanidad no acepta fácilmente las cosas tal como fueron si nos pillaron con el perfil malo. Las cosas claras se obscurecen en la mente. Nunca falta una justificación bien razonada que nos evita rectificar, reconocer que fuimos cobardes, o blandos, o estábamos cansados de insistir, o sencillamente: queríamos pegarnos un baño de agua caliente y olvidarnos de todo.
Somos especialistas, si nos descuidamos, en echar carretadas de argumentos increíbles a los recuerdos de nuestras miserias más desagradables: ¡esas que nos ponen colorados cuando las rememoramos interiormente! Y las razones van ahogando, poco a poco, primero la memoria y luego la conciencia. En este último punto las cosas se ponen realmente peligrosas porque la inteligencia puede dar el salto a convertir las justificaciones del mal en reglas del bien. Porque actuar mal por ser débil, cobarde o estar cansado es una cosa y otra muy distinta es empeñarnos en que eso está bien porque lo hemos hecho nosotros.
Los reyes de la edad moderna (y al parecer otros también) tenían putas y queridas; pero solo Enrique VIII se empeñó en convertir a cada una, sucesivamente, en su legítima esposa y reina. El resultado fue un montón de asesinatos y la creación de una nueva iglesia: ¿compensó tanta “honradez”? Pues en esas estamos exactamente ahora: con un montón de gente empeñada en convencernos que las cosas son verdad y están bien porque las dicen o hacen ellos: ¡y así nos cunde el pelo!
