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De pan, barquilleros y juego ilícito en la ciudad

por José María Martín Sánchez
3 de marzo de 2022
JOSE MARIA MARTIN DEPORTES
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Salvemos nuestro patrimonio en riesgo de ruina

Intrascendente celebración

Jacinto Guerrero y ‘El Huésped del Sevillano’ en el Cervantes

‘Cuando las cargas de pan procedentes de pueblos limítrofes lleguen al mercado de la ciudad, si por los servicios del Ayuntamiento se observara que la mayor parte adolece de escasez en el peso o mala cocción, quedará toda la carga decomisada a beneficio de los pobres de la cárcel’.

Lo descrito es una muestra de lo que recogían las Ordenanzas que conjuntamente promulgaron Ayuntamiento, Justicia y regidores de Segovia en el año 1555, ‘en orden y medida a las nuevas necesidades y en defensa de los intereses comunales y del buen gobierno de la ciudad’. El enunciado del referido texto era amplísimo. Recogía hasta la más mínima acción de compra venta; instalación de los puestos, de la limpieza, de los cortadores de leña, de las bestias de alquiler…

Un repaso, por más que somero fuere, de la lectura de tan prolijo texto, se extraen pasajes destacados de cómo se desarrollaba la vida en la ciudad. Un ejemplo. Dado que el pan era alimento tan necesario como importante, el número de panaderías también lo era, y hasta veinte hubo, siendo la gran mayoría de los obradores atendidos por mujeres, ‘las panaderas’, como se recogía en la reglamentación.

El producto había de venderse en los lugares designados para ello: plaza de San Miguel, soportales del Azoguejo y soportales de la iglesia de Santa Eulalia. La Ordenanza prohibía ‘salir a los caminos a comprar el pan que llegaba de Santa María de Nieva y de los pueblos cercanos’. Solo se permitía descargar y vender en los referidos lugares.

En la regulación en la compra y venta de vino tampoco se le escapó nada al legislador: ‘Cualquier tabernero u otra persona que vendiese vino diciendo al cliente que era de San Martín, Medina o Madrigal y se averiguase que es de otra parte, perderá tal vino y pagará una pena de seiscientos maravedís’. Y los ‘inspectores’ del ramo de consumo de la Ciudad eran muy estrictos.

También fue objeto de regulación la venta de suplicaciones (1). Entró en la legislación municipal porque la citada actividad no se limitaba a vender la mercancía en la calle, acción que llevaban a cabo los célebres barquilleros, sino que provistos de naipes o dados practicaban juegos. Uno de los más conocidos era ‘a la buena barba’, con el que hacían victimas de engaño o fraude a confiados habitantes de la ciudad a los que vendían ’suplicaciones’.

A tales efectos de ‘regulación’ la Ordenanza era tajante: ‘los que vendieren las suplicaciones (2) perderán todas (eran requisadas) y vayan desterrados de esta ciudad y no entren en ella por espacio de tiempo de medio año y si quebrantaren la pena se doble aquella’.

En la iniciación al juego, ‘a la buena barba’, incurrían los vendedores, ‘que son los que producen daños a labradores y personas ignorantes a quienes engañan haciendo gastar sus dineros’.

De aquel juego, el del barquillero, quedaron reminiscencias hasta bien entrado en siglo XX en nuestra ciudad. En la calle Real, junto a la Canaleja, también en Plaza Mayor, se situaban puestos de barquilleros, donde los niños, y no tan niños, jugábamos a la ruleta, función que ejercía la tapa del ‘cubo’ donde se encontraban los barquillos. Por unos céntimos podías tirar y si la suerte llevaba la ‘tablilla’ al premio, podías estar comiendo barquillos durante un buen rato. Todo dentro de la legalidad vigente.


(1) Hoja muy delgada hecha de masa de harina con azúcar y otros ingredientes, que cocida en un molde servía para hacer barquillos. La voz oblea, de que se forman los barquillos, proviene de oblata (oblada u ofrenda), palabra de la que se sirvieron los escritores latinos modernos para significar una hostia no consagrada.

(2) Era costumbre el reunirse unos cuantos amigos en una habitación, tienda o portal de una casa, y llamando al suplicacionero lo colocaban en medio para que comenzara a distribuir suplicaciones o barquillos a los presentes. Satisfechos éstos, tomaba la palabra el ‘mercachifle’ (comerciante de poca monta), y por medio de una arenga estudiada al efecto, lo cual se conocía como ‘Echar á la buena barba’, designaba a aquél de los presentes que debía pagar por sí y por todos los demás, y éste sin remedio de apelación pagaba al contado. Cobró el nombre de suplicaciones porque debajo de la primera oblea iban otras pegadas ligeramente, y formaban en su exterior una como solicitud ó súplica.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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