Érase una vez un país muy lejano, en un tiempo muy lejano (unos dicen que ya pasó, otros que está por venir), en donde las palabras tenían género y los individuos tenían sexo. Y todos estaban orgullosos del suyo pero no le concedían demasiada importancia ni se referían mucho a ello porque, por encima de todo, estaba la tarea de ser persona.
Allí se hablaba con naturalidad: los plurales genéricos se enunciaban en masculino, la idea de colectividad solía expresarse en femenino singular, los adjetivos aparecían en el diccionario con la entrada en masculino y los femeninos servían para construir muchos adverbios de modo. Así, toda la gente entendía que el hombre abarcaba a todas las mujeres y la humanidad a todos los hombres. Esto era bueno y todos se entendían estupendamente. Y nadie se enfadaba ni hacía de ello herramienta de su fuerza ni bandera de sus complejos. Importaban más los lexemas y su significado que los sufijos que, entonces, no tenían ideología.
En aquel tiempo y lugar, nadie luchaba por la igualdad ni proclamaba a voces el valor de la diversidad porque no hacía falta. Una y otra eran frutos naturales de la convivencia en ese extraño reino que se preocupaba por todos y daba a cada uno lo suyo. Así, a los niños se los educaba con cariño, a los viejos se los escuchaba con devoción, a los moribundos se los cuidaba incondicionalmente y a los muertos se los lloraba con dolor.
Otras muchas cosas se cuentan de aquel sorprendente país. Dicen que no había cupos de ningún tipo, pues sólo se consideraban la valía y la bonhomía de cada cual para cada labor, que jamás se convocaron huelgas ni marchas solidarias y que sus habitantes expresaban las grandes realidades de la vida de una manera limpia, sin epítetos espurios ni categorías excluyentes. Para aquella asombrosa sociedad, la guerra no era nunca justa, era guerra; el amor jamás era interesado; la violencia no necesitaba discriminarse en listas y la verdad no era relativa, ni líquida, ni fake, sino que era la verdad. Y nadie procuraba demostrar un poco de compromiso social cada tanto, pues la vida no era otra cosa que puro compromiso desnudo y sin tiempos tasados.
Érase una vez un país muy lejano, en un tiempo muy lejano (unos dicen que ya pasó, otros que está por venir), en donde, ciertamente, abundaban los hombres y las mujeres dignos e imperaba la justicia y el respeto.