Hace unas semanas, en una conversación de esas de café de media mañana, un buen amigo se quejó de la atonía de la sociedad actual. No hago más que ver gente, decía, que va y viene sin plantearse ideas elevadas; con demasiados nervios y poco músculo para afrontar y mejorar las cosas de cada día. Una sociedad con mucho estrés y pocas causas que defender. O, por mejor decir, con pocas ganas de hacerlo. Escribe algo sobre eso, me dijo.
Aparqué la idea por incómoda. Mi intención era, en estos últimos días de octubre, compartir algo más amable sobre nuestros queridos santos segovianos que por unos pocos días asoman la cabeza llegado este tiempo. Sobre San Frutos y sus hermanos. Y sobre San Alfonso Rodríguez.
Sin embargo, la palabra atonía seguía revoloteando por ahí arriba. Es provocativa. Todos la conocemos pero no se deja agarrar al vuelo con facilidad. ¿Qué significa eso de no tener tono? El diccionario define el vocablo como la falta de energía, vigor o fuerza. Mi amigo Julio iba más allá y, detrás de su taza, se esforzaba por prestarle al término los matices que convienen a nuestra sociedad actual de hastío, indiferencia, de falta de cariño y compromiso con todo aquello que “no es mi problema”. Falta de tono, vaya.
Pues resulta que el estilo de vida de nuestros modestísimos santos locales es un estupendo remedio para sacudirse la atonía. Piénsenlo. Su ejemplo es hoy más válido que nunca en una sociedad que no encuentra referencias de calidad -y de calidez- en las que verse reflejada. ¿Buscamos referencias? Los santos pueden serlo. Los poetas, también.
San Alfonso Rodríguez nació hacia 1530 en el barrio de El Salvador de Segovia. Fue un pequeño empresario que heredó a su pesar el negocio familiar en la época de la pujanza pañera de la ciudad y que sufrió la crisis que inevitablemente sobreviene a los tiempos de vacas gordas, con una edad ya avanzada. Crisis económica y humana. Tras enterrar a su madre, mujer e hijos y prácticamente arruinado y sin estudios, transitó un desierto personal y espiritual de más de dos años hasta recalar en la portería del colegio jesuita de Montesión, en Palma de Mallorca. Desde entonces, no hizo otra cosa que atender aquella puerta. Ejerció esta labor durante cuarenta años, casi hasta el día de su muerte, con el mayor tono vital que cabe esperar de un santo, haciendo suyas las servidumbres propias del oficio y adornándolas con un don especial que, probablemente, no nacería sólo de él. Atención, escucha y servicio. Dicho de otro modo: se dedicó a dar sentido a la rutina, la que a él le tocó, que sería entonces tan difícil de abordar como la que hoy parece agobiarnos a todos.
En un reciente artículo en esta misma tribuna, Julio Montero reflexionaba con el acierto con que acostumbra sobre el empleo que hacemos de nuestro tiempo. Hay quien -escribía- pasa por la vida aburrido, dedicado a sí mismo, y hay quien entrega su tiempo a los demás viviendo con plenitud la vida real y cotidiana. Es decir, demostrando “estar en buen plan”, según sus propias palabras. Viviendo con tono, podríamos redondear.
San Alfonso Rodríguez, el santo de lo cotidiano, fue de los segundos. Y fue, sin hacer ruido, un maestro del acompañamiento. Como lo son tantos poetas que están ahí y nos prestan sus palabras para compartir la sabiduría y el entusiasmo que ellos experimentaron u observaron en otros. Les propongo dos pequeñas joyas para mitigar la atonía de la vida actual. Jueguen con ellas. Ambas parecen que quieren seguir la trayectoria de nuestro santito pañero, entregado por igual a la vida interior y al servicio de quien llamaba a su puerta.
Gabriel Celaya, hombre que conoció el desamparo en la España del siglo XX (a San Alfonso le tocó en el XVI), decía: “A solas soy alguien, en la calle nadie. A solas medito, siento que me crezco… A solas soy alguien, entiendo a los otros. Lo que existe fuera, dentro de mí doblo…”.
Gabriela Mistral, casi en el mismo año que don Gabriel, comenzaba otro poema memorable diciendo: “Toda la naturaleza es un anhelo de servir”. Y hacia el final del mismo nos revelaba su mayor inspiración: “Sé tú el que sirve… Dios tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día, ¿serviste hoy?”.
Poetas y santos que no conocieron la atonía o lograron combatirla con sencillez y humanidad. Unos y otros son ejemplos cercanos y reveladores de cómo mejorar la sociedad de una vez por todas. Ellos ya no están; nosotros sí. ¿Quiénes somos a solas? ¿A quién hemos servido hoy?