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David San Juan – Las piedras no tienen prisas

por Redacción
8 de septiembre de 2020
en Opinion, Tribuna
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Tiempos líquidos

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Memento mori

Dentro de pocas semanas, a mediados de este mes de octubre, se cumplirán los cien años del nacimiento de Miguel Delibes. A modo de homenaje particular, una amiga personal ha querido compartir con un grupo de compañeros unos audios en los que pone su voz a diecisiete relatos breves del maestro, hilados en un delicioso librito titulado “Viejas historias de Castilla la Vieja”. En la lectura pausada de éstas, podemos divisar el paisaje y aun presentir el aroma de esa vieja Castilla que casi se nos ha escapado ya entre los dedos. ¿Cuál es la esencia de nuestra tierra? En la segunda de las historias, Delibes deja escrito algo que bien podría serlo: “Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos”.

En mi pueblo no hay trigos ni choperas, pero como en otros muchos que duermen al abrigo de la sierra, sí que hay buenos prados y muchas piedras berroqueñas que también forman parte del alma castellana. ¿Cuántos miles de kilómetros de cercas de piedra habrá en la provincia de Segovia? Si alguien los hubiera contado y nos lo dijera, posiblemente no diésemos crédito. Todas ellas nos hablan de un pasado que es presente y de todos aquellos que las acarrearon para levantar sin atropellamientos, metro a metro, esa urdimbre inmutable a la cual también pertenecemos, como si algo de nosotros quedara agarrado en sus orillas.

En estas cosas he venido pensando en los largos paseos que me he regalado por el campo este verano, y en el contraste casi escandaloso de la presencia sólida, intemporal, de las cercas de piedra concebidas para perdurar con las urgencias y desasosiegos en los que nos vemos habitualmente envueltos y que a muchos parecen consumir. Hoy tenemos prisas por todo, desde lo razonable a lo disparatado, sin darle tiempo al tiempo. Nos apremia encontrar una vacuna, nada más deseable con la que está cayendo, pero la queremos ya mientras asistimos a una competición frenética entre los laboratorios por llegar antes y vender más; nos urge que los colegios abran sus aulas cuanto antes y que los niños tomen la primera comunión de una santa vez, sepan o no lo que hacen; tenemos prisa por medrar, por cambiar de casa, porque lleguen el fin de semana, las vacaciones, la jubilación; nos desesperamos cuando una página web tarda unos segundos en cargarse o cuando alguien no nos coge el teléfono… Trayendo a la memoria la quietud de las paredes serranas, ¿merece la pena atormentarse con tanta presión? ¿Qué dirían los que las alzaron o los que plantaron los primeros chopos en las riberas de los ríos si pudieran vernos así de necesitados de ganar tiempo sin concedérnoslo?

Hablando de piedras, no las hay que nos hablen más alto y con mayor autoridad de la densidad del tiempo que las del acueducto. Los que tenemos la suerte de poder acudir a su reclamo muchos días al año nos seguimos maravillando ante su presencia arrolladora cuando nos aproximamos a él o pasamos bajo sus arcos, como si cada vez fuera la primera que lo hiciéramos. ¿Creen ustedes que una obra suspendida así en el tiempo puede contemplarse cabalmente con prisas en el petate? ¿Qué pasará por la cabeza de tantos turistas orientales (cuando venían), y también de españoles, para tirarle fotos en un santiamén y volver la mirada como autómatas hacia la pantalla mientras se alejan en busca de otras experiencias igual de excitantes dándole la espalda a la vieja puente romana? Por no hablar de los que la fotografían sin detener el paso, que los hay. Es de no creer.

Es difícil, pero deberíamos aprender desde pequeños que no todo requiere tanta premura en la vida. Nos vamos dando cuenta a fuerza de cumplir años -eso es lo malo- de que mucho de lo que merece la pena en ella está reñido con el apresuramiento: el disfrutar de lo cotidiano; el penetrar y hacer tuyo un libro o una obra de arte que siempre estaba ahí; el saber aceptar con naturalidad que por muchas cosas que hagamos y bien que nos vaya valemos muy poco por nosotros mismos y que la soberbia es un lastre del que hay que desprenderse; el buscar a Dios en la historia, en uno mismo y en los demás… Todo ello requiere su paso y su poso, un curso propio que no gusta ni entiende de apremios.

Volviendo a darle voz a Delibes, quizá sea éste el principal mensaje de otra de sus obras más conmovedoras: “El disputado voto del señor Cayo” en la que, frente a la urgencia arrogante de aquellos jóvenes políticos de la ciudad, aparece la hondura sabia y serena de Cayo, profundamente humana, aprendida sin prisa ninguna de un campo castellano que tampoco la tiene. Y de sus piedras.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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