Campanas, duelos y hacenderas: El valor social de la tradición
Este próximo mes de octubre, la Catedral de Segovia celebra los cinco años de la apertura de la torre a turistas y segovianos. En este tiempo, se ha cuidado mucho el carácter pedagógico de las visitas, haciendo hincapié en el conjunto de campanas que posee el templo y su papel social y vertebrador de la vida mundana y religiosa de la ciudad. En las visitas teatralizadas y en las conferencias previstas, se insistirá sobre el toque de campanas como instrumento -inmaterial- de cohesión social, al anunciar todo tipo de acontecimientos y celebraciones. Y no sólo en la ciudad: cada uno de nuestros pueblos cuenta o ha contado con esas lenguas de bronce que regulaban la vida de los vecinos.
El tañido de las campanas, cargado de significados que ahora los jóvenes han dejado de entender y atender, ha pasado a ese rincón venerable de las tradiciones casi olvidadas que necesitan ser recopiladas y divulgadas de una manera sencillita y amable, casi como pidiendo perdón a los destinatarios. El mundo urbano actual tiene ahora otras voces, otros códigos, otros medios de comunicación. Porque esto último eran hasta hace no mucho los campanarios: ni más ni menos que un sistema de mensajería instantánea capaz de crear unas redes sociales robustas y abiertas (¿les suena?) y que informaba de celebraciones religiosas, días de fiesta, noches de duelo, peligros, incendios, niños perdidos… Su lenguaje convocaba a todos para compartir los buenos y malos momentos de la vida. Sí, las campanas han sido un medio intangible y eficaz de hacer comunidad. Hay que recordar que por esta función social de incalculable valor, hace menos de seis meses el Ministerio de Cultura declaró el toque manual de campanas Patrimonio Cultural Inmaterial. Además, desde diversos ámbitos se está promoviendo su candidatura como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
En Segovia, somos expertos en conservar y divulgar nuestras tradiciones. A todos nos acuden a la mente los nombres de paisanos ilustres e instituciones felizmente comprometidas con la cultura popular. Pero la tradición (de tradere: transmitir, entregar), además de confiársela incólume a las nuevas generaciones, puede tener un valor educativo relevante. Pienso en la transmisión de valores sociales de calidad en un entorno como el actual que tiende a aislar a las personas y a provocar comportamientos cada vez más individualistas. No se trata de recuperar los usos antiguos (en la torre de la Dama ya no vive el campanero), pero sí la carga de compromiso social y comunitario que suponen. Y de trascendencia.
Ejemplos hay muchos. En un delicioso librito editado por la Diputación de Segovia en 1996, “Costumbres populares segovianas de nacimiento, matrimonio y muerte”, Guillermo Herrero y Carlos Merino publican y comentan las respuestas remitidas desde la provincia a la encuesta promovida por el Ateneo de Madrid entre 1901 y 1902. Además de las curiosidades propias del trabajo (no se pierdan el enunciado de las casi veinte preguntas que se formulan sobre los noviazgos, que son una entrañable muestra de la forma de ver la vida de la época, ante las cuales no podemos dejar hoy de sonreír benévolamente), destaca el hecho del acompañamiento de todo el pueblo en los acontecimientos importantes de la vida de cada uno de los vecinos. Hoy lo llamaríamos solidaridad, empatía, compromiso o participación social. Los momentos fuertes de la existencia -nacimientos, bodas, defunciones- trascendían lo personal para convertirse en un hecho comunitario.
Pensemos en las bodas, que entonces duraban tres días, a las que todo el mundo acudía (salvo las ausencias provocadas por los líos entre familias, que entonces también los habría, me figuro), tal como se documenta en la encuesta. En el caso de los velorios y entierros, la implicación era aún mayor como corresponde al momento más trascendental de la vida. Tanto era así, que la muerte era anunciada (lo sigue siendo en muchos casos) con el tañido más solemne que hay, el toque de clamor. En Fuentepelayo, una mujer iba “casa por casa a todas las del pueblo, sin distinción alguna” informando del entierro y agradeciendo la asistencia. En La Higuera, se documenta que, en el cortejo funerario que llegaba hasta la puerta de la casa para recoger al muerto, participaban todos los vecinos y “eran los niños, acompañados del maestro los que abrían la comitiva, llevando el de más edad una cruz de madera”. Poco que ver con los usos de hogaño con tanatorios bien iluminados, condolencias apresuradas y cremaciones íntimas que reflejan una cultura hedonista que oculta la muerte por fastidiosa e indeseable.
Muchos otros ejemplos podrían traerse a colación de esa otra cultura tradicional colaborativa, algunos de los cuales tenían y tienen carácter económico: las matanzas, el esquileo, el aprovechamiento comunal de los pastos…. Pero hay un caso que llama mucho la atención por el potencial educativo que posee: las hacenderas.
Las hacenderas son trabajos comunitarios “a prestación personal”. Los vecinos del pueblo (en algunos lugares era un miembro de cada familia) dedican una jornada para la construcción o la conservación de elementos comunes, tales como caceras, fuentes o caminos. El Adelantado suele hacerse eco de estas labores colectivas que algunos pueblos han conservado o recuperado, como son las hacenderas de Cabezuela el martes de carnaval, las de Sigueruelo en verano y las de Otones de Benjumea en primavera y otoño. Todas ellas acaban con otra manifestación social ineludible: la fiesta y la comida compartida.
Si no fuera tan odiosa, estaría tentado de emplear aquí la palabra “reinventado” para significar que, sin perder la finalidad original de favorecer el bien común, las hacenderas populares han pasado de ser una necesidad social y económica para convertirse, además, en una manifestación cultural y educativa ejemplar, en la que también participan los niños. Personalmente, felicito a las asociaciones y corporaciones que las organizan y modestamente me atrevo a sugerir la implantación de actividades de este tipo, aunque no sea costumbre del lugar, para enriquecer las semanas culturales de nuestros pueblos. Es una iniciativa original, útil, pedagógica y que bien puede convivir (¿competir?) con macro-orquestas, discomóviles y otras ofertas similares que tan sin tasa medran en las fiestas de verano.
En definitiva, creo que tanto las instituciones como los particulares haríamos bien en aprovechar las antiguas tradiciones para la educación en valores sociales positivos como la solidaridad, el bien común, la participación y el saberse miembros de una comunidad unida y comprometida. Habrán desaparecido muchos oficios, costumbres y palabras llenas de sabor pero la esencia de las tradiciones es el conjunto de valores de nuestros abuelos: un legado cultural e inmaterial del que ahora somos depositarios. Para conocerlo, aplicarlo en nuestra vida y transmitírselo a nuestros