Otro invierno que quiere llegar y ya andamos enredados en eso que llamamos navidades. Anda que no hay cosas que atender en estas fechas: comprar los langostinos congelados antes de que suban de precio, renovar el espumillón de la caja del sobrado que ya el diciembre pasado estaba hecho una pena, andar muy fino, este año sí, con las participaciones de lotería, no se nos vaya a olvidar la de la cofradía o la de la asociación de vecinos o la del equipo de fútbol del pequeño. En el grupo de whatsapp de la familia aún no se ha decidido si en nochebuena bajamos a Madrid -¡qué pereza!- o si esta vez todos vienen al pueblo. Y a ver si por fin nos acordamos de encargar el roscón en la pastelería del barrio para no tener que correr a última hora del día cinco al súper y aparecer en casa de los abuelos con el precocinado de siempre que se queda duro antes de que llegue el siete. Este año, rellenos de crema, dicen los niños.
Las navidades se “celebran” a cuento de la Navidad, no podemos olvidarnos de ello. La Navidad es un tiempo de encuentro, de salvación, de memoria colectiva, de sentido religioso desde hace veinte siglos. La realidad sociológica es que hoy no todo el mundo es cristiano -y los que decimos que lo somos deberíamos hacérnoslo mirar de vez en cuando- pero todos convivimos de una manera natural, a pesar de las diferencias de ideas o de formas de entender la vida. En nuestros días, conviven las tradiciones religiosas con las profanas. Hagamos que esto sea bueno, saquemos partido de esta especie de sincretismo.
Un punto de encuentro son los belenes: ellos son Navidad (con mayúscula) porque representan el misterio de la encarnación de un Dios tan humilde que se nos ofrece pobre y desnudo en un pesebre de un pueblo perdido en una época en la que no pasaba nada. Dios se encarna en una periferia, eso es lo que celebramos. Y son navidades (con minúscula) porque la costumbre de colocar todas esas figuritas en casa o ir a visitar los que llamamos monumentales se ha hecho tan popular que todos la disfrutamos y no podemos permitirnos perderla, seamos creyentes o no. Vean las caras de los niños cuando, dentro de su abrigo nuevo sin desabrochar, descubren a los reyes magos a lomos de sus camellos. Y las nuestras cuando les explicamos que el Niño no pasaba frío porque, a pesar de estar desnudo, la mula y el buey lo calentaban con su aliento en aquel portal donde una virgen dio a luz por no quedar sitio en la posada.
En los belenes, se entrelazan lo sagrado y lo mundano de una manera admirable. ¿Saben ustedes que casi todas las figuras que colocamos en ellos son apócrifas, son recreaciones populares que la tradición ha ido incorporando? Un belén, podemos verlo así, es un acúmulo de aportaciones bienintencionadas que hemos ido construyendo entre todos durante siglos y que dice mucho de nosotros; más que eso: nos dice quiénes somos.
Y también es la expresión de un misterio de salvación: ya que tanto nos cuesta entender que Dios es el destino del hombre, Él se hace uno de nosotros para explicárnoslo con nuestras propias palabras. Por eso los pastores, los reyes, las lavanderas y hasta el soldado romano de plástico que vigila desde el castillo de Herodes se postran (hoy diríamos que “alucinan”) ante ese Niño que irrumpe inesperadamente en nuestras vidas.
Segovia tiene una tradición belenística muy respetable que está yendo a más en los últimos tiempos. A los ya conocidos de la Diputación, las Hermanitas de los pobres, el belén viviente de Balisa, todos los de Cuéllar, Coca, Cantalejo, el siempre original del Cristo del Mercado y otros muchos, muchísimos, que no podemos citar ahora, se unen este año el del claustro del Seminario y el del Palacio Episcopal, en el centro de nuestra capital. Visiten nuestros belenes, todos los que puedan. Que sirvan para hacernos reflexionar sobre la humildad, el asombro, la aceptación de que hay algo -Alguien- que está muy por encima de nosotros y que se nos ofrece de una manera tan sencilla que resulta difícil de reconocer y, cuando lo hacemos, caemos de rodillas como los pastores, o comprendemos que hemos de iniciar un camino de semanas alentados por una estrella, aunque sea de esas baratas que siempre desentona con el conjunto y que ya cuesta encontrar hasta en los chinos…
Visiten los belenes y, cuando armen el suyo en el recibidor de su casa, amontonen, si les apetece, personajes anacrónicos y figuritas desproporcionadas entre sí; pongan palmeras, pozos y ríos imposibles con papel de plata que fluyan por un desierto en el que, en medio de la nieve, los pastores se pasean a cuerpo con corderos recién nacidos fuera del tiempo de la paridera. No importa lo histórico, importa lo simbólico que es lo que de verdad nos lleva a lo trascendente. Disfruten de ello.
¡Feliz Adviento y feliz Navidad!