Es extraordinario comprobar cómo los antiguos relatos de la Biblia, cargados de sabiduría y simbolismo, nos siguen hablando hoy de las grandes cuestiones del hombre. En los capítulos 2 y 3 del Génesis, con el estilo literario vitalista y pintoresco que les es propio, Dios entrega el Edén a Adán y Eva (a toda la humanidad) con la única limitación de respetar los dos árboles que están plantados en su centro, el del conocimiento del bien y del mal, y el árbol de la vida. El Edén es el plan de Dios para aquéllos y esos dos árboles son su parte nuclear, a los que el hombre no puede tener acceso por sí mismo. Son sagrados, es decir, no le pertenecen. El bien, el mal, la vida y la muerte son categorías que sobrepasan las limitaciones del hombre como criatura que es.
Mas ¿qué hace éste en cuanto Dios se da la vuelta? No lo piensa dos veces: comer del árbol del bien y el mal. Lo hicieron nuestros primeros padres y lo seguimos haciendo nosotros hoy. Aquí es cuando traspasamos el lenguaje simbólico y caemos en la cuenta del valor universal y atemporal de la narración. ¿Quién me va a decir a mí lo que está bien o mal? Eso lo decido yo, estaría bueno. Así es: el anhelo de querer “ser como dioses” ha existido desde siempre y en estos tiempos que vivimos, con la euforia adanista (permítaseme el juego de palabras) de creernos protagonistas de un cambio de época y de una nueva moral hecha a nuestra imagen y conveniencia, hemos decidido volver a ese paraíso perdido, tomar por asalto el Edén y trepar con rara habilidad por ese otro árbol al que nunca habíamos osado arrimarnos: el árbol de la vida. Y de la muerte.
Las sociedades que nos decimos más avanzadas, y quizá por ello más desnaturalizadas, llevamos ya un tiempo royendo la fruta de ese segundo árbol prohibido decidiendo con suficiencia quién debe de vivir. Ahora, alimentamos este nuevo apetito aventurando quién tiene derecho a morir y quién tiene la capacidad de ejecutar tal deseo.
El tema de la eutanasia es muy complejo y, como se dice ahora, poliédrico; tiene muchas caras, muchas formas de contemplarlo y, sobre todo, muchas aristas. Juegan muchos tipos de derechos, libertades, miedos y sensibilidades. Ninguno de nosotros podemos arrogarnos la exclusiva de la verdad moral absoluta. Aun así, en medio de esta confusión, se pueden sugerir algunas reflexiones.
La primera es una evidencia. Todos coincidimos en la responsabilidad que tenemos como sociedad en el cuidado de la fragilidad y la vulnerabilidad de las personas indefensas. Lo proclamamos a cada instante. Pero, ante la mayor situación de fragilidad que puede experimentar un ser humano como es la enfermedad y la cercanía de la muerte, se propone la solución del suicidio asistido para acabar con el problema. Y también para aquellos que, simplemente, estén cansados de vivir. Es aterrador que pueda llegar a haber medios técnicos y legales para ello.
En todas las culturas, el cuidado de los ancianos y enfermos dentro de la familia o los pequeños grupos sociales es una nota distintiva de humanidad. Incluso después de la muerte, los que nos han dejado son recordados con cariño y respeto. Pocas cosas nos admiran más que contemplar cómo muchos de nuestros conocidos, cuando les toca hacerlo, cuidan de sus mayores sacrificando gran parte de su tiempo, su trabajo y sus proyectos para atender a quien en ese momento los necesita. Es algo que dignifica la condición humana y nos hace revisar de continuo nuestra escala de valores.
No siempre es así, claro. Es muy posible que no todos podamos esperar ese trato cuando nos llegue el trance. Por aquello del cambio del modelo de familia y todas esas cosas que se nos han venido encima a los de nuestra generación y que no somos capaces de manejar. En un futuro, con este tipo de leyes que se proponen, ¿creen que faltarán casos de enfermos o ancianos que, en momentos de dudosa lucidez, se vean “animados” por familiares y deudos a acortar su vida con los medios que tendrán a su alcance? No será el caso general, pero no faltarán. Como no faltan en los países donde la eutanasia ya está legalizada.
Mi tercera reflexión es la más desalentadora. Es muy triste comprobar como un asunto tan delicado y tan “sagrado” como es el misterio de la vida y la muerte haya caído en manos de la manipulación ideológica y de la ingeniería social, degradando el valor de la dignidad humana para enfangarla en el lodo político. A ver quién es el primero en encaramarse al árbol para no dejar aproximarse al enemigo político de turno. Este tipo de debates deberían de darse en el seno de la sociedad, que es mucho más sensata que los laboratorios de ideas de lobbies y partidos políticos, expertos en la manipulación de emociones. La sociedad debería de prevenir este tipo de distopías, desgraciadamente realizables. Orwell y Huxley nos advirtieron de ello.
En caso de duda, siempre hay que optar por el humanismo: hay que suprimir el dolor y no a la persona. Ahora existen medios para eliminar ambos. ¿Por cuál de las dos alternativas apostaremos como sociedad? En caso de optar por la segunda, no tendremos más remedio que dar la razón a Juan Manuel de Prada cuando afirma que la mayor calamidad de nuestra época es negar la existencia de principios y verdades universales. Él la ha denominado la eutanasia de la razón.