Un pintauñas de purpurina y un tirapedos. Eso ha pedido mi hija de seis años para Reyes. Ninguneando al ministro Garzón y su guía para evitar juguetes sexistas o violentos. Jugar es un acto simbólico, un acceso a las fantasías que recrean situaciones sin riesgo y canalizan la agresividad natural. Tirar garbanzos con un globo a una pared no lleva a la violencia, más bien la previene. Y por supuesto, pintarse las uñas, niña o niño, ni cosifica ni sexualiza ni te vende al capitalismo salvaje, sino que te ayuda a conocer el cuerpo y los colores. A Veguita le gusta comer una sobrasada de avellanas que yo le preparo. Me lo pide así, saltándose la PNL de Vox para prohibir llamar como productos cárnicos a cosas que no lo sean. Hablar de albóndigas de tofu o salchichas de mijo, dicen, es un fraude. Yo le pongo una pieza de fruta en un tupper para ir al cole pero Abascal preferiría que le metiera una pieza de caza seca y una navaja como si fuera el zurrón de Clint Eastwood. La comida sana y limitar el consumo de carne no es adoctrinar en la dictadura progre de la pachamama. Es salud y sostenibilidad.
A mí el bocadillo y los juegos de los niños me parecen un asunto sagrado de los que conforman la personalidad. Un tema para expertos y sugerencias, no para chorradas políticas. En las excursiones de los Maristas, había un par de compañeros que vivían en ‘La Resi’, una institución pegada al Colegio que acogía a chavales de familias desestructuradas. Después de correr los pinares segovianos dándonos palmadas en la cadera simulando cabalgar con una rama a modo de espada, abríamos el papel Albal con la seguridad con la que se abre la carta de una madre, pero en los tesoros plateados de los MENAS de los 80 había solo pan duro. Pan para hoy del hambre de ayer. Un Hermano con buena intención trató de corregir este fallo social acordando que todos trajésemos a la siguiente excursión un bocadillo anónimo, lo metiéramos en un saco y lo sacáramos aleatoriamente por orden alfabético. Por una hora la solidaridad conquistó el pinar pero ya en el autobús empezaron las pegas: la inhibición del esfuerzo “mi abuela no se va a levantar a hacerle la tortilla a otro”; las quejas: “Los Vázquez lo tenemos más difícil que los Álvarez”; las trampas: “Si metes pimiento verde, lo diferencias por la grasilla”; el mercado negro: “Mi tío tiene un bar en ese pueblo«; las individualidades: “yo sí puedo permitirme dos” y hasta la moneda doble: “Duro pal saco y tiernito pal Paco”. En definitiva, el milagro de los panes y los (diferentes) PCs: amar a los pobres y multiplicarlos. Como el profesor no era autoritario, se desplanificó.
Años después, en la clase de gimnasia, corríamos por un circuito que rodeaba el cole. Un par de kilómetros con vistas al Alcázar. Los diez primeros que llegaban jugaban en el pabellón. Aparte. Los 30 restantes, fuera. A la tierra dura como el pan. Yo estuve en ambos grupos y sentí la soberbia y el rencor que se creaba. Recuerdo sobre todo la cara de los torpes y gorditos que sabían que nunca jamás, ni con el mejor esfuerzo, ni en su mejor día, la tortuga iba a romper a volar. Esta fue la forma silvestre de aprender que el liberalismo darwinista estaba bien para los animales y en mi caso, a creer en la justica social como marco del capitalismo y en la protección de los débiles con un Estado fuerte. A creer en la socialdemocracia como forma contemporánea de humanismo. A eso y dejar que los Reyes reinen sobre los juguetes y los bocadillos.
