Mi abuela, muy eufemística, se refería a ellas como mujeres de moral distraída. Nunca supe bien si porque de esa manera las despojaba de toda carga sexual, o si el giro lingüístico escondía algo de conmiseración e indulgencia (casi plena), pues mi abuela era muy cercana a Monseñor Escrivá.
Lo cierto es que lo único que no tienen distraída es la moral. Si acaso echada a perder a decir de mi abuela.
A mí me ha parecido siempre que los macarras de la moral, que cantaba Serrat, eran ellos, los clientes asiduos de prostitutas, putas, meretrices, mujeres de la calle, trabajadoras del sexo. Elija el lector la etiqueta, pues abundan. Quizás el hecho de que tengamos tantos adjetivos para la misma actividad, ya nos define como sociedad hipócrita, la que se santigua y se da golpes de pecho en las tertulias de pago y de pega, mientras consume sexo de pago de forma desaforada y clandestina. A Dios rogando…
La literatura y el cine, siempre fiel espejo de la sociedad de su tiempo, se han asomado desde muchas esquinas al papel con más matices que puede interpretar una mujer.
La literatura nos ha regalado prostitutas poliédricas ricas en matices: mientras la tísica Margarita Gautier, Dama de las Camelias, – Inolvidable Greta Garbo- era una cortesana que se sacrificaba por amor, la «Fantine» de Los Miserables de Víctor Hugo, que inspiró «La Traviata», alquilaba su cuerpo para alimentar a su hija Cossette.
El cine, más rico en matices, nos regaló la maravillosa Irma la Dulce, una mirada a caballo entre la sátira y la ternura, en el París de la posguerra. No hace falta ser Jack Lemmon para tener ese impulso irresistible de llevarte a tu casa a Shirley MacLaine, con esa mezcla de dulzura y picardía irresistible. Luego le quedaba al pobre y naif Jack el dilema hamletiano de ejercer de su chulo oficioso, o apostar por su amor.
Otro drama que tiene su reflejo en la realidad. Tantos clientes reincidentes a los que imagino enamorados, o quizás solo faltos de cariño, que pretenden acabar con la miserable y sórdida vida de la mujer a la que pagan por minutos de placer, retirándola de la calle y redimiéndola a su lado. Una quimera.
La Vivian de Pretty Woman que nos ha colado una visión casi romántica, transformadora y casi aspiracional del oficio es poco o nada creíble, interpretada por una Julia Roberts que encaja más como clienta asidua de las boutiques de Rodeo Drive, que como la chica vulgar, lenguaraz y marginal de los bajos fondos neoyorquinos. No cuela, aunque el éxito está quizá en que nos reconforta pensar que es un final alcanzable para la mayoría de ellas. Nos sacudimos la culpa como sociedad, sublimándola a golpe de la pegadiza melodía «Pretty Woman» y un “happy ending”.
Sin abandonar el cine, nadie se había enfrentado con un trazo tan fino, casi de puntillas a ese submundo, como Fernando León de Aranoa, en «Princesas», crudo y entrañable retrato de la rivalidad y amistad entre dos prostitutas. Se acerca Fernando a estas princesas de la calle con tanta delicadeza, como Manu Chao al componer el tema central de la película, «Me llaman Caye».
La película, honesta, habla de soledad, esperanza y nostalgia, de una nostalgia anticipada, la nostalgia del futuro, una nostalgia que en Caye dice no tener, pues nunca le ha pasado nada tan bueno como para echarlo de menos. Imposible olvidar a Candela Peña, en su papel de prostituta madrileña de clase media. Cayetana. “Caye” sueña con abandonar un mundo que aborrece, sueña despierta con que un día pase algo que se parezca a la vida. En un momento de la película da una definición del amor que resume toda su filosofía de vida: “El amor es que alguien vaya a recogerte a la salida del trabajo, lo demás es una mierda”. En otro momento, aparece esa nostalgia y oímos a Caye pensando en alto: «No hay mar aquí. Por eso, es donde más se piensa en él. Las cosas no son importantes porque existen, son importantes porque se piensa en ellas·”
La bofetada de realidad está en pensar que la mayoría de las prostitutas se parecen poco a la Cenicienta de Pretty Woman, con flores, galán en descapotable y música de ópera tronando y más a nuestra Candela Peña, a esa Caye suburbial y soñadora, que dice que no tiene nostalgia de nada, pues nunca le ha pasado nada bueno. Una mujer pegada al suelo que sólo piensa en poder decirle algún día a su novio “ven a buscarme a la salida del trabajo”.
«Eso sí que sería la hostia» diría Caye.
