Son ya varios mis amigos profesores, incluso decanos, vicerrectores y otras autoridades académicas en universidades (tanto públicas como privadas) a los que de un modo u otro, sus superiores, les han comunicado lo contentos que estaban con su trabajo. Por eso precisamente, en cuanto cumplieran los setenta años, o unos meses después, les jubilarían. Por supuesto, en atención a sus trabajos anteriores, podría seguir como eméritos, o de algo que ya concretarían, porque les estaban muy agradecidos. En algunos casos el asunto es incluso un poco insultante y algún maduro ansioso de posición les ha ‘recriminado’ que sigan trabajando, investigando y atendiendo bien a sus estudiantes.
Cada vez que me llega una de estas campanadas suelo pensar que si trabajas bien y los resultados son buenos, hasta que cumples setenta años menos un día, debes retirarte para descansar de un esfuerzo tan continuado. Y si no has obtenido esos resultados también debes retirarte para dejar paso a otros que presumiblemente mejorarán esas realizaciones tan magras. Y claro, es inevitable concluir que da igual si haces tu trabajo bien o mal: al cumplir los setenta debes retirarte. En la lógica clásica, que se ha arrojado de los manuales, se llamaba a este tipo de razonamiento ‘silogismo cornudo’, porque partieras de la hipótesis que partieras la conclusión desembocaba inevitablemente en daño para el sujeto.
Es difícil justificar racional y prácticamente que una determinada edad marque el límite de la degeneración cognoscitiva de todos y de cada uno de los seres humanos. Al parecer no existe una inevitable correlación entre edad y capacidad de decidir, organizar, reflexionar, planificar, impulsar y conocer la capacidad y cualidades de la gente. Los inútiles en cada actividad no se definen por la edad, por los años que se tienen (o que aún no han cumplido). Importan más, al menos en el terreno de la práctica, que tanto suele invocarse, otros indicadores más directos. El más patente y elemental: los resultados de su actividad.
Cuando el último motivo para decirte que lo dejes es que vas a cumplir esa edad; cuando el empeño se centra en que abandones justo el día en que se produce tan inevitable aniversario (ni un día más); cuando te agradecen tu trabajo, pero se señala ese límite temporal como un dogma de fe; cuando incluso están dispuestos a pagarte porque esa fecha final de tu actividad coincida con tu cumpleaños, no puedes dejar de pensar que debe haber otro motivo y que debe ser grave e importante… y que no te lo están diciendo.
Que vas de capa caída en ello, como decían antes los castizos
Lo más elemental es pensar que, a pesar de lo que te parece percibir, no has hecho bien tu trabajo, o llevas una temporada haciéndolo cada vez peor. En fin: que vas de capa caída en ello, como decían antes los castizos. La autocrítica es fundamental. Hay que prescindir de enfados y vanidades y acudir a la frialdad de las cifras de resultados. Si estas son buenas, aún hay que preguntarse si eso que hacemos razonablemente bien no lo podría hacer igual otro más joven. No implica apartarse necesariamente si la respuesta es sí; pero planteárselo es muestra de inteligencia madura.
Desde luego si nuestro trabajo consiste en ‘tirar del carro’ es fácil que la edad haya disminuido nuestras fuerzas, aunque aún aportemos un marginal positivo. Si nos dedicamos a dirigir la trayectoria del vehículo, hay que plantearse cómo andamos de vista y a qué distancia somos capaces de establecer nuestro punto de llegada, o qué innovaciones habría que meter en los mecanismos del carro para hacerlo más ligero.
Un paso más es comparar esas cifras con las de los colegas para situarte en el contexto y superar los consabidos “yo partía de una mala situación ¡bastante he hecho!”. Si los resultados son buenos (mejores que los de los demás en el mismo rango) uno se quita un peso de encima.
Si son buenos y la situación general hace prever una crisis es inevitable pensar que las medidas que los produjeron no son las adecuadas para las nuevas políticas. Ya se sabe, cuando hay que conseguir buenos coeficientes uno puede empeñarse en hacer crecer el numerador (el dividendo) o en reducir el denominador (el divisor). Si el quehacer se había centrado en lo primero es obvio que hay que buscar otros directivos.
En estas lides de conseguir buenos coeficientes no se necesita gente motivadora. Basta con saber dividir. Quienes aportan al dividendo (por ejemplo, los investigadores que publican) se pueden mantener; los demás (que se necesitan para dar clase) sencillamente hay que etiquetarlos de otro modo: hay que sacarlos del divisor. Y hay muchos modos de hacerlo de acuerdo con la legislación vigente. En el fondo es como la ‘Historia interminable’ de Ende: si quieres comenzar de nuevo la historia basta con cambiar el nombre a la princesa, en este caso a los docentes.
Y esto se aplica igual en universidades públicas que en privadas. La bonanza actual en dotación de plazas públicas es el anuncio inevitable de un cierre de grifo brutal. En un bienio volverán los congelamientos en las carreras académicas, las colas y el tumultuoso ¡sálvese quien pueda! en busca de restos flotantes donde agarrarse.
Estas operaciones ignoran casi todo de la vida universitaria. Lo primero, la dignidad de los profesores. Pero en estos tiempos de realismo empresarial y de crisis en la hacienda pública hay amplias tragaderas para todo, excepto para los márgenes de beneficio y la inevitable reducción de la administración pública.
No está mal generar recursos con la actividad universitaria
No está mal generar recursos con la actividad universitaria. Estoy convencido de que son dos asuntos perfectamente compatibles, pero siempre hasta cierto punto. Conseguido eso (el margen) basta con mantener una leve corteza de apariencia universitaria que oculta una trama ajena a la institución. Esa tentación está siempre presente y cada empeño gubernamental por el control no hace más que estropear aún más un equilibrio muy precario en todas las universidades: tanto en las estatales, como en las de ideario o las de negocio.
Volviendo a los setenteros: si estáis en esta situación solo queda marcharse o que te echen. En las dos puede haber dignidad para quien cumple tan fatídica edad: depende cómo lo haga. Y no pierde honor el que procura irse con algo también en los bolsillos.
