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Cuando la diplomacia se arrodilla ante la Leyenda Negra

por Javier Gómez Darmendrail
13 de noviembre de 2025
en Tribuna
JAVIER GOMEZ DARMENDRAIL
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Hay una vieja costumbre en ciertos políticos españoles que parece no tener cura: la de pedir perdón por lo que España fue. No por sus errores presentes, que serían muchos y propios, sino por los ajenos, los que pertenecen a la historia, a otros siglos, a otros hombres.

José Manuel Albares, ministro de Exteriores, ha vuelto a caer en ese ejercicio de penitencia retrospectiva que tanto gusta a las conciencias blandengues, y ha pedido perdón en México por los “agravios” de la conquista, como si Hernán Cortés dependiera de su departamento de protocolo.

El gesto, claro está, no sorprende. Albares pertenece a esa estirpe de políticos que confunden la diplomacia con el teatro moral, y la historia con una serie de Netflix. Desde esa lógica, todo se resuelve con un “lo siento”, una sonrisa ante las cámaras y la esperanza de que el auditorio extranjero aplauda su humildad. Es el mismo síndrome que lleva a algunos europeos a pedir perdón por haber traído la imprenta, la universidad o el derecho romano. Pero lo de Albares tiene un mérito singular, porque logra ofender al mismo tiempo a la historia, a la inteligencia y a la dignidad nacional.

Hay políticos que hacen historia, y otros que piden perdón por ella. José Manuel Albares, ministro de Exteriores, pertenece sin duda a la segunda categoría, la de los arrepentidos profesionales. Pedir perdón por la conquista de América equivale a aceptar la caricatura que los enemigos de España dibujaron durante siglos. Es, literalmente, recitar de rodillas la leyenda negra. La misma que los imperios rivales inventaron para deslegitimar a España y que hoy algunos políticos españoles repiten con entusiasmo, como alumnos obedientes de una doctrina extranjera. Lo más grave no es la ignorancia —que ya sería suficiente— sino la alegría con que se practica la autoinculpación, como si renegar de la propia historia fuese una forma moderna de virtud.

Si Albares conociera un poco más el pasado que tanto le apena, sabría que los mismos pueblos precolombinos a los que ha pedido disculpas ministeriales, cometieron atrocidades que harían palidecer al más feroz conquistador europeo. Sabría también que España, a diferencia de otros imperios coloniales, llevó consigo una legislación que reconocía la humanidad y la libertad de los indígenas, siglos antes de que otros siquiera lo imaginaran. Y que fue la única nación que debatió públicamente la legitimidad moral de su conquista —la célebre “Controversia de Valladolid” en 1550— mientras en otras partes del mundo el saqueo y la esclavitud ni siquiera se cuestionaban.

Pero claro, eso no da titulares. Es más rentable posar de penitente en la plaza pública que explicar con rigor la historia. Y así, nuestro ministro se convierte en actor secundario de una farsa diplomática donde España siempre hace el papel de villano arrepentido. Se disculpa ante gobiernos que no existían cuando Cortés desembarcó, ante naciones que son fruto, precisamente, de aquel mestizaje que hoy se quiere presentar como pecado original. Si Albares se tomara un momento para pensar, quizás comprendería que pedir perdón por la historia equivale a pedir perdón por existir.

Hay un nombre para esa actitud y se llama complejo de inferioridad nacional. Una enfermedad que ataca sobre todo a las élites políticas que se autoproclaman progresistas, convencidas de que cuanto más se avergüencen de España, más modernas parecerán. Es una versión diplomática de auto-flagelación, practicada con gesto compungido y verbo hueco. Pero el daño que causa no es simbólico, es político; porque cada vez que un ministro español legitima la leyenda negra, está desarmando moralmente a su propio país, está diciendo al mundo que no tenemos derecho a defender nuestra historia ni a sentirnos herederos de una civilización que cambió el mundo.

España no necesita ministros que pidan perdón por su pasado. Necesita políticos que lo comprendan, que lo expliquen, que lo defiendan sin miedo a ser tachados de retrógrados. Porque sin respeto por la propia historia no hay respeto posible en el presente. Y sin orgullo legítimo, no hay diplomacia digna, solo hay servilismo.

El señor Albares ha querido ser moderno, conciliador y sensible. Pero ha conseguido ser, simplemente, ridículo. Ha dado un espectáculo memorable: España pidiendo perdón por descubrir medio planeta, cuando debería haber pedido perdón por la Leyenda Negra. Porque España fue víctima, no verdugo, de una campaña internacional de difamación orquestada por los enemigos del Imperio. Pero claro, eso sería demasiado patriótico para un político blandito educado en la religión del arrepentimiento infinito.

No hay constancia de que el ministro llorase, pero el tono fue el mismo que el de un alumno pillado copiando en un examen de Historia Universal: “Señor profesor, lo siento, no volveré a fundar ciudades y universidades en América, ni a enseñar a escribir, ni a construir catedrales, ni a defender a los indígenas con las Leyes de Indias”.

Si el ministro hubiera leído algo más que los resúmenes de Wikipedia, sabría que México no existía en tiempos de Cortés, que la Nueva España fue el embrión de la actual nación mexicana, y que, de hecho, sin España, México no sería México. Por eso, no es extraño que su fama de ignorante y cateto crezca exponencialmente cada vez que abre la boca.

Al final, el gesto de Albares es el símbolo perfecto de esta España acomplejada, de un país que pide perdón por haber sido grande, dirigido por gente que se siente más cómoda pidiendo disculpas que defendiendo su legado. Y así vamos, disculpándonos por lo que hicimos bien, mientras callamos ante lo que hacemos mal.

Quizá el ministro debería recordar que la diplomacia no consiste en pedir perdón al mundo, sino en que el mundo te respete. Pero eso exigiría una virtud que no se enseña en los cursillos del Ministerio: dignidad.

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