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cristales rotos

por Eduardo Juárez
21 de mayo de 2023
en Tribuna
EDUARDO JUAREZ

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Es difícil explicar la historia desde una higiénica distancia. Alejado de ella y puesta la mirada en causas y consecuencias a medio y largo plazo, el acaso histórico se convierte en lección necesaria y contingente, pero un tanto aburrida. Envueltos en profundas reflexiones en torno a la estadística de los datos, a la implicación de las decisiones tomadas en un futuro pasado de gran importancia para el presente que sufrimos, los historiadores profesionales tendemos a debatir aspectos de gran importancia estructural, pero bien alejados de la implicación inmediata que el hecho histórico entrega al habitante a modo de regalo bien emponzoñado. Bien lejos de la asunción de consecuencias generales, la descripción de efectos causados por movimientos económicos conectados con reacciones sociales de toda índole le importa un bledo al ciudadano, que ve aquella desvaída retahíla de argumentos desde la letanía del desinterés. Vamos, que a nadie le suelen importar nuestras académicas diatribas, por mucho que expliquen la sinécdoque que transforma realidad en historia. Poco importa que nos esforcemos en explicar la relación inevitable de la desigualdad previa a la implosión industrial y el acceso al capital por parte de los individuos a principios del siglo XIX para mostrar la necesidad del movimiento obrero y de los múltiples socialismos pergeñados en aquel entonces como salida a una sociedad fallida: en la distancia corta, todo socialismo es comunismo y todo comunismo es estalinismo, por lo que, defender una sociedad más justa en el reparto de la riqueza y las oportunidades de acceso a ella, aunque sea desde el utilitarismo económico, te pone a la puerta del gulag con la cachiporra en la mano.

Nada importa, pues, más que el presente y su conexión con el inmediato suspiro en que se consume el pensamiento más banal y fútil, aquel que asociamos a lo primero que nos parece apropiado sin importar contexto alguno o la reflexión mínima que se espera de un ser humano no embrutecido. He de suponer, en consecuencia, que, el 21 de junio de 1913, muchos de vecinos verían horrorizados cómo el capitán Acevedo imponía medallas a una pareja de soldados en la amplia pradera, entonces verde y florida, del campo de polo regalado por Alfonso XIII a sus amigotes. Bien engalanados para la ocasión los dos soldados, más máscaras de carnaval que integrantes de la Guardia Real, atendían a la felicitación de su capitán firmes como postes al sol serrano de aquel día de junio, a decir de la imagen publicada por el fotoperiodista Francisco Goñi en el diario Actualidades. En su haber, las salvas liberadas para anunciar a toda la población del Real Sitio ya fueran bípedos o cuadrúpedos, seres alados o atados a una raíz, que el sexto hijo del rey había nacido el palacio real. Los cañonazos de rigor, liberados desde la segunda plazuela que alegraba y alegra el camino de Segovia, habían regalado tal impacto en la población que, además de la correspondiente desazón al estruendo bélico tan frecuente en aquella España de espadones y pronunciamientos previos a la asonada, reventara una buena parte de los planos y delicados cristales de cierre. Esos, soplados en su mayoría en la vieja fábrica reabierta como cooperativa en esos años, hijos de un manchón bien delicado en su delgadez, habían sido destruidos gracias a la incólume y agraciada felicidad que traía el nacimiento de un nuevo hijo de aquella regia pareja.

No me cabe la menor duda de la felicidad que asaltó a todos mis vecinos pasados al enterarse de la razón por la que debían volver al remate de la fábrica a encargar cristales nuevos. Seguro que alguno de aquellos, de corazón taimado y republicano, unió sin la menor duda la ruptura de sus ventanas con las acciones que Alfonso XIII poseía de la cooperativa La Esperanza, gestora de la fábrica de La Granja. Otros, por el contrario, emocionados por que un vástago regio hubiera nacido en su pueblo, a buen seguro corrieron encantados hasta la oficina de la fábrica para encargar una remesa de planos vidrios con la misma fe en el futuro que demuestran quienes depositan el óbolo consiguiente en la colecta que corresponda, ya sea en las puertas de Barrio Bajo o en el atrio de la parroquia donde una vez descansaran los vecinos finados.

Mas, para este que suscribe, la idea de empezar la vida con una rotura de cristales poco y malo anuncia de tu porvenir. Destructor que fui en la infancia de semejante recurso, la caída de un vidrio que no cristal hecho pedazos siempre fue la premonición de un desastre potencial. Nada más que piensen en lo que ello supone: además del gasto extemporáneo, la pérdida de calor atesorado en el hogar y de la privacidad de lo allí dicho, amén del frío mísero que, a modo de cuchillo silencioso, ocupa el único espacio donde uno se siente de verdad libre y contumaz. Por otra parte, el acto en sí de la rotura de cristales, trasunto de la destrucción de la morada, fue siempre una manera de atemorizar al que se siente seguro y alejado del peligro que conlleva el exterior. Piensen en el asalto hecho por la SA de Ernst Röhm el 9 de noviembre de 1939 en Alemania y Austria contra los intereses de una plétora de ciudadanos judíos aterrorizados por lo que se les venía encima. Y, de aquel toque de corneta infernal, lo recordado es, sin discusión, la rotura de los pobres, anónimos e inocentes cristales.

Sea por aquel ruido quebrado metálico de luz rota, sea por el susto inmerecido, sea por la mala gaita que acompaña a quiénes poco o nada quieren saber de las celebraciones ajenas o por la cara de yo-no-fui visible en los galardonados trabucaires, los cristales rotos del infante Juan de Borbón nada halagüeño preconizaron aquel día ya olvidado de 1913. Es evidente que el enfado y regocijo de las ventanas sin cierre deberían haber alertado a los historiadores del momento; aunque, siendo sincero, después de todo, ya me dirán quién se preocupa de estas cosas en un mundo donde el mañana está cada vez más fusionado con el hoy, no dejando espacio para nada más que la prisa irreflexiva vacía de pasado. Vengan las medallas, entonces, y detrás, los cristaleros que, como dice mi querida cuñada, de algo tienen que vivir.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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