Crisis, mala suerte y nuevas tecnologías empujaron a la familia Velasco Otero a reinventarse para salir a flote. Tras el accidente que sufrió el padre durante su etapa de carpintero, y que le supuso la pérdida de cuatro dedos de una mano segados por una máquina, todos sintieron miedo de que los hijos se dedicaran a ese oficio para ganarse la vida. Por ello, se establecieron en un local de la popular y comercial calle de José Zorrilla de Segovia en el que montaron un negocio de revelado de fotografía. Pero llegó esta crisis que se ha llevado por delante a tantos pequeños negocios; y a ella se unió la avalancha de las nuevas tecnologías de digitalización que arrasó por completo con carretes y líquidos y hubo que cerrar. Como ellos mismos dicen, con una caja de doce euros al día no se puede mantener ni una familia ni un negocio. Para entonces, hacía ya unos años que a uno de los hijos, Guillermo, le había llovido un proyecto de trabajo del cielo. En efecto, era solo un proyecto. Resulta que un señor de Valladolid que venía a Segovia a arreglar máquinas de coser le ofrece quedarse con su agenda de clientes. Las cosas no están para pensárselo y el joven Guillermo acepta el reto en el que debe emplearse a fondo para aprender todos los intríngulis de las máquinas si quiere ser un reparador en toda regla. Con unas cuantas nociones comienza a aceptar trabajos, pero será en la búsqueda de piezas donde encuentre su verdadero maestro en este oficio, un reparador de Granada que es el que le proporciona actualmente los repuestos. Aún hoy le consulta por correo electrónico.
La única ventaja que encuentran los Velasco Otero es que tienen casa propia en Zamarramala y en su desván establecen el taller en el que Guillermo invierte sus buenas horas reparando máquinas de coser. A sus manos han llegado algunas realmente antiguas, con 100 años y una decoración que llama la atención, pero las más asiduas al taller son las de hace 25 o 40. También las hay nuevas, de las que no responde la garantía de compra; del Ejército y electrónicas. Todas acaban en las manos de este joven “maquinista”, el único hoy día en la ciudad.
Pero si pensábamos que la crisis llevaría a más gente a usar estas máquinas, desechadas por casi todos desde hace tiempo, con el fin de ahorrar gastos, tampoco. Porque la maldita crisis también hace mella en sus propietarios y algunos, como los de los coches que se quedan a vivir en el taller, tardan meses en volver a por ellas y pagar la reparación. Si vuelven. Así, entre dificultades, Guillermo no deja de sonreir mientras nos cuénta el trabajo que le ha dado “esta verde desde el 10 de diciembre. Pero ya está lista para coser”.
