Los afectos futbolísticos pueden ser un elemento discordante y de conflicto hasta en las mejores familias. Los hay que anteponen sus colores a las relaciones interpersonales o incluso sentimentales. Es perturbador.
En un plano menos trascendental, sí que hay veces que llega un momento en el que manifestar tu predilección por un equipo u otro parece convertirse en obligación. Aunque solo sea para que dejen de darte la tabarra. Como si ser simpatizante de algún club sirviera para algo más que llevarse alegrones o sofocos con periodicidad semanal. O a lo mejor es por la obsesión de etiquetar a las personas. O dividirlas en bandos. Con lo bien que te lo puedes pasar si te da lo mismo quién gane.
En este tipo de conversaciones a todas luces triviales soy mal cliente. Primero porque me empeño en recalcar que soy de la Gimnástica Segoviana, algo que todavía sigue generando mucha sorpresa, incluso en Segovia. No lo entiendo. Y segundo porque si la conversación fluye hacia otros países, me gusta manifestar mi simpatía hacia el Everton, el vecino menos glamuroso de Liverpool.
Siempre he querido ir a Goodison Park, feudo de los conocidos como toffees. No sé si me va a dar tiempo, porque están construyendo otro estadio seguro más funcional, pero también menos romántico. ¿Y por qué el Everton? Pues no lo sé, la verdad, pero… ¿Importa?
‘Come on you Blues’ (Vamos, azules) es el grito de aliento más común entre los Evertonians, que la economía lingüística deja en COYB. Así que, de verdad, que no me busquen más motivo para la angustia futbolística que con el Aúpa Sego y el COYB tengo suficiente.
