Cuando en 2007 el grupo parlamentario socialista presentó el proyecto de Ley conocido como Ley de Memoria Histórica algunos pusimos el grito en el cielo por lo que aquello significaba. No por la voluntad de encontrar a los familiares desaparecidos, pues no conozco a nadie que se oponga a esta iniciativa, sino por las segundas derivadas de una ley que, dijimos, traería cola: esto es, procurar enlazar nuestro sistema político contemporáneo con la II República, orillando el esfuerzo de concordia y reconciliación que con la promulgación de la Constitución se consiguió en la Transición.
Y es que los políticos de la Transición entendieron -todos- que no se podía construir nada echándose los muertos encima, que promoviendo el recuerdo del dolor las cicatrices se volvían a abrir y que acusándose de los excesos cometidos en el pasado el camino hacia la modernidad que representaba Europa se hacía más sinuoso. Se honró a todas las víctimas sin importar su origen, y se quiso olvidar a los victimarios, que los había -como no- en los dos bandos. Si aquellos que tuvieron motivos cercanos para la hostilidad reconciliaron, ¿qué razones tenemos sus nietos para la discordia y la enemistad?, ¿y para negar por decreto el afecto a nuestros abuelos?
El Centro de Investigación de Ciencias Sociales de Berlín ha publicado un estudio según el cual sólo el 5% de las dictaduras se han transformado alguna vez en democracias. De manera que el 95% de las dictaduras cuando colapsan transitan a… otra dictadura, no a un régimen democrático. Y es que lo que hizo el proyecto de la Transición singular y único es que se concibió como un proceso sin vencedores ni vencidos, en el que se dio espacio a rojos y azules, en el que las querellas que durante tanto tiempo desangraron a los españoles quedaron, no olvidadas, sino como decía el profesor Santos Julia, “echadas en el olvido” para que desaparecieran del debate político dejándolas únicamente en el terreno académico de forma que fueran los historiadores y científicos sociales quienes estudiaran nuestro pasado.
Muchos especialistas y más cualificados que este servidor han descrito ya los detalles del anteproyecto de Ley de Memoria Democrática recientemente aprobado en Consejo de ministros, por lo que les ahorraré los detalles evitando la repetición. Algo menos se ha escrito sobre las, a mi parecer, cinco consecuencias que tendría esta la ley, y que deja en nuestro ordenamiento jurídico unas minas de explosión retardada de difícil desactivación salvo la derogación de los aspectos más nocivos para la convivencia.
El primer objetivo de la Ley es alejarnos del proceso inclusivo y ejemplar que fue la Transición. Durante aquellos años la oposición, mayoritariamente de izquierda, rechazaba la reforma pactada por considerar que el régimen era irreformable, sin embargo, la correlación de fuerzas y la habilidad del presidente del Gobierno Adolfo Suárez obligaron tanto al Partido Socialista como al Comunista a integrarse en el proceso democratizador que había iniciado D. Juan Carlos. Alguna de esa izquierda -parte de ella históricamente accidentalista en la forma de Estado- que aceptó la monarquía considera ahora sobrepasado el ciclo y está dispuesta a romper el consenso constitucional con el deseo de implantar una república. Desacreditando el momento fundacional de nuestro sistema político, esto es la Transición, este gobierno se recrea con una ruptura en diferido ante la eventualidad de que se necesiten los votos de aquellos abiertamente republicanos para finalizar la legislatura.
En segundo lugar, se pretende expropiar la memoria particular a los españoles a través de la oficialización de unos hechos históricos al albur del gobierno. Una mayoría parlamentaria establecerá lo que ocurrió hace ochenta años legislando sobre la historia como quien legisla sobre el Código Mercantil, sin darse cuenta de que la historia no es un objeto de derecho sobre el que se pueda legislar, como tampoco lo es el afecto, la pereza, el viento o la envidia. ¿Y el que venga detrás? porque dentro de unos años, otro gobierno de otro signo puede modificar esta Ley para implantar “su” memoria, supongamos, de signo contrario: que el golpe del 18 de julio fue un avance en la modernidad y, ¿por qué no?, el Franquismo lo mejor desde Leovigildo
Esto nos lleva a la tercera consecuencia: una vez establecida la “verdad histórica” en la que los buenos, ¡oh sorpresa!, son los socialistas, comunistas, nacionalistas y anarquistas a los que previamente se ha identificado con la defensa de todos los principios democráticos, se establece que ¡oh casualidad!, la oposición, es responsable de toda la ignominia sufrida durante cuarenta años de Franquismo, por lo que es perfectamente legítimo identificar, sin solución de continuidad, a los políticos conservadores actuales con la dictatura para de esta manera hurtarles de toda legitimidad de participación política. Alfonso Lazo, diputado del PSOE de la Constituyente, I, II, III, IV, y V legislaturas y doctor en Historia, huérfano de la guerra ha declarado recientemente: “esta ley dinamita el espíritu de la Transición”; “es una impostura histórica, parte de un supuesto enfrentamiento entre el totalitarismo y una república democrática, cuando es bien sabido que fue un enfrentamiento entre fascismo y comunismo”, y añade “en los dos bandos hubo criminales y santos”. Nada más que añadir.
La cuarta consecuencia es un alejamiento de España del proyecto demoliberal europeo. Las medidas encaminadas a la limitación de la libertad de opinión, demonizando al adversario y expulsando del espacio público al disidente que, previamente deshumanizado, será tildado de franquista y paria, nos pone en el mismo nivel que el autoritarismo de corte polaco, húngaro e incluso, ruso. En el país de los zares, cuyo régimen político -coincidiremos todos menos el ministro de Consumo- no es un ejemplo de virtudes democráticas, Vladimiro Putin ha puesto en funcionamiento una comisión para la “correcta” interpretación de los hechos históricos que sucedieron durante la Segunda Guerra Mundial. La nueva ley promulgada recientemente prohíbe expresamente «equiparar los fines, decisiones y acciones de la dirección soviética con los de la Alemania nazi», es decir hablar del pacto germano soviético Ribentropp-Molotov, así como «negar el papel decisivo del pueblo soviético en la derrota del fascismo». Este es, por tanto, el modelo que sigue nuestro gobierno.
Y finalmente nos deja unas minas de explosión retardada que suponen un choque permanente con otras instituciones del Estado. Desde el gobierno no se quieren contrapesos ni controles en una política disolvente, impostada, irresponsable y cínica de ir debilitando el Estado dejando sus instituciones en meras carcasas sin atribuciones reales en su interior. En primer lugar, con la Corona, al establecer como periodo de la Ley el comprendido entre los años 1939 y 1978 entre los que se incluyen a revisar tres años (entre 1975 y 1978) en los que el protagonismo de D. Juan Carlos, uno de los mitos fundacionales del proceso de transición, es indiscutible. ¿Qué valor tiene la obra de D. Juan Carlos si se le desprestigia desde las instituciones? Y no es el más grave: con el establecimiento de la Fiscalía de Sala (una suerte de nuevo Tribunal de Orden Público) el conflicto que se vislumbra es la denuncia de presuntos delitos que fueron borrados con la Ley de Amnistía de 1977, clave de bóveda de la reconciliación sin la cual, según el constitucionalista Javier Tajadura Tejada, nuestra Constitución no tendría la legitimidad que tiene. O en palabras de otro constitucionalista, Francesc de Carreras, nos dirigimos, si antes no se corrige, a un “desbordamiento” constitucional en el que nuevas normas y acontecimientos dejan en papel mojado nuestro ordenamiento jurídico máximo.
No hace falta ser un águila para presumir que esta ley es una cortina de humo frente a las innumerables crisis -reales- a las que se enfrenta este gobierno. Sabemos también que estas políticas de falsa memoria enervan más a los que están más a la derecha, fortaleciendo el voto a la derecha del centro-derecha, única forma que, según los analistas electorales, tiene el gobierno de retener el poder en unas futuras elecciones generales, bien movilizando al votante de izquierda (al grito de “¡que vienen los fascistas!”), bien dividiendo el voto conservador.
Sorprende que la crítica que hace este gobierno a la Transición, -que se firmó un pacto de silencio para no hablar de las responsabilidades del franquismo, y por tanto hubo un cierre en falso- se quiera repetir a través de una ley que marca el silencio a todo lo que se pueda decir de positivo -incluidos los pantanos- del franquismo. Supongo que el minuto de silencio que en pie respetuosamente guardaron los delegados en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 21 de noviembre de 1975 con motivo del fallecimiento de Franco no será considerado enaltecimiento del franquismo, porque unido a la justicia universal también promovida desde algunos ámbitos de la izquierda, nos llevaría a un sinsentido que no me atrevo a calificar.
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(*) Director de la Fundación Transición Española.
