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Contextos para un sueño

por Julio Montero
23 de febrero de 2022
JULIO MONTERO 1
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Los sueños no siempre reflejan las aspiraciones más importantes de quienes sueñan. Tampoco constituyen una salida fácil y barata para gritarnos nuestras necesidades más inmediatas. De todas maneras, algunas veces, son tanto lo uno como lo otro. Sin necesidad de esperar la noche se sueñan también aspiraciones que entran en las dos categorías… y estas últimas las soñamos despiertos mejor que dormidos. Tanto, que a las esperanzas, muchas veces, las llamamos sueños; quizá solo porque percibimos su difícil cumplimiento.

Entre esas últimas hay que situar el sueño de una niña —ya casi mujer— de 13 años con un bocadillo durante nuestra Guerra. Y en este punto ya se debe contextualizar.

Primero, porque no era igual tener trece años en 1936 que estar en esa edad en 2022. Y esto no para aprovechar y decir que la gente joven ahora no es tan madura como antes. Es más que seguro que las niñas de 13 años, en la España de entre 1936 y 1939, nos asombrarían hoy, si nos las encontrásemos por la calle, por su realismo pegado a tierra, curtido en un conjunto de circunstancias que fluctuaron entre presenciar cadáveres en las calles, a salir con lo puesto hacia otra ciudad, literalmente de la noche a la mañana. No son seres de otra época. También hoy podemos encontrar chicas de 13 años con esa madurez: han vivido en el Líbano, en Siria, Afganistán y sospecho que no deben faltar en Ucrania y en otro montón de territorios en guerra, o cercana, del planeta.

La segunda consideración de contexto es que nuestra adolescente soñadora era hija de la clase obrera, en un entonces en que la expresión tenía un significado nada metafórico en nuestro país. No constituía una excepción curiosa, los obreros eran mayoría como grupo social y profesional. Por aquellos años había muchísimos currantes en la industria y, más aún, en la construcción, como el padre de Victoria. Si la categoría se ampliara a la de trabajador por cuenta ajena las cifras se dispararían aún más.

El hambre constituía una realidad cotidiana; no tan grave como para morir, pero sí tan clara como traducirse en penuria y, sobre todo, en la imposibilidad de elegir

Las condiciones de vida de gentes con salarios entre bajos y muy bajos eran muy duras. La escasez era el modo dominante en el que se desarrollaban sus vidas. El hambre constituía una realidad cotidiana; no tan grave como para morir, pero sí tan clara como traducirse en penuria y, sobre todo, en la imposibilidad de elegir. Había lo que estaba encima de la mesa y eso se comía… o no se comía nada. Ni siquiera cabía por entonces la amenaza materna de los años cincuenta ante la resistencia a ingerir algo que no nos gustaba: “pues si no te lo comes ya lo merendarás y si no, lo cenarás…” En los años de nuestra Guerra Civil, si tú no comías, lo haría cualquiera de tus hermanos sin problemas ni remilgos.

En medio de todo aquello, el pan se llevaba la palma como referente inmediato de alimento fundamental. Quizá hasta en aquella república anticatólica seguía sonando la petición por “el pan nuestro de cada día” en los oídos de todos cuando pensaban en comer. De hecho, el abastecimiento popular de alimentos se identificó con la producción de pan y en muchas ciudades, como Madrid, desde la época de Carlos III se habían dictado órdenes para que no faltara un número mínimo de tahonas por barrio: porque la falta de pan producía levantamientos de la plebe, era sinónimo de hambre radical.

La fuerza significativa del pan era tan fuerte que Franco gritaba su “política social” en los inicios de los cuarenta con un: “que en ninguna familia española falte el pan en su mesa”. No es extraño por eso que Victoria tuviera en la cabeza la mejor versión del pan cuando soñaba, aspiraba, tenía la esperanza, de calmar su escasez de alimentos: y en su mente aparecía el bocadillo; que era como decir lo básico enriquecido, lo fundamental en su mejor versión.

Soñamos nuestras ilusiones elevando nuestra experiencia a la máxima potencia imaginativa

El mejor realismo lo facilita una actitud de apertura a nuevas experiencias. El meterse en la trinchera de lo seguro limita tu mundo… y tus posibilidades. La generación de Victoria, en términos generales, especialmente la urbana de origen o de destino (y la gran ciudad fue el destino obligado de una emigración masiva desde 1950 en España), supo ampliar sus horizontes. Probablemente fue la primera en asumir que la cultura, la formación, era el instrumento obligado para prosperar de modo práctico en sus vidas. Hicieron lo que pudieron ellos mismos por mejorar y, sobre todo, lo tuvieron claro para sus hijos.

Sobre todo no hay que olvidar que, en términos matemáticos, soñamos nuestras ilusiones elevando nuestra experiencia a la máxima potencia imaginativa. Podríamos decir que esa es la matemática de la ficción y que lo mejor que podemos describir es alguna realidad, vivida de alguna manera, a lo que suponemos que es su grado eminente por encima o por debajo. Y así la niña rica al escribir un cuento sobre la pobreza no podía evitar aquel: “érase una vez una niña tan pobre que vivía en un palacio muy pobre, con unos criados muy pobres y que solo comían todos los días cosas muy pobres”. Y al revés: el más desgraciado de los gañanes, al responder a qué haría si fuera muy rico, su imaginación al límite solo alcanzó a pronunciar, con rostro de gozo ansioso: “¡me comería cada plato de sopas con vino!”.

Y así fue como la ficción se convirtió en realidad. Así es como las ilusiones arrastran. Y aunque se tenga hambre, mucha, es preferible soñar con exquisitos bocadillos pequeños que con mendrugos grandes, muy grandes.

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