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Conquistas de Covadonga

por Julio Montero
15 de diciembre de 2021
JULIO MONTERO
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CARA Y CRUZ EN EL DEPORTE SEGOVIANO

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Intrascendente celebración

Siempre tuvo obsesión por la limpieza. Mientras viajó en metro por Madrid, hasta el final, jamás se agarró a soporte alguno sin proteger su mano con un pañuelo. Sus hijos y nietos lo aceptaron siempre sin preguntar: ¡cosas de la abuela! Aquello debía venir de su trabajo: fue encargada de la lencería, durante décadas, en hoteles de alto nivel en Oviedo y en Madrid. Eso la hizo vivir entre dos mundos: en realidad en uno, que apenas tocaba al otro, salvo para lavarlo, secarlo y plancharlo.

Se casó joven con un luchador sindical de aquella Asturias de poco antes de la Guerra, Jerónimo, la que había protagonizado un movimiento armado de padre y muy señor mío como prólogo a lo del 36. Nada menos que la revolución de 1934: la de los libros de historia. Entre unas cosas y otras se encontró en 1939 con que el ya comisario político, y padre de su hijo, era detenido, ‘juzgado’, condenado y fusilado. También ella estuvo detenida, y aunque salió de allí enseguida, nunca olvidaría el miedo de aquella temporada.

Hubo que empezar una nueva vida y nada mejor para ello que una nueva ciudad, además grande, para pasar inadvertida. Del mejor hotel de Oviedo pasó a trabajar en el mejor de aquel Madrid: el Palace. Cambiaron las marcas de las sábanas, manteles, servilletas y demás lencería… pero no su trabajo. El sueldo no daba para mucho y la cercanía del lujo era una tentación cercana. Lo jefes de los hoteles lo sabían. Se podían tolerar consumos, entre las cuatro paredes, de lo que quedaba; pero se vigilaba mucho el que no saliera nada de allí. La estricta moral de entonces siempre dejaba huecos en los sujetadores de las empleadas para pequeños lujos bien envueltos: jamón sobre todo. Ventajas de aquellos tiempos.

Viuda, joven, guapa y decidida. ‘Libraba’, como se decía antes, los miércoles. Y ese día organizaba como podía una fabada asturiana para los paisanos que iba conociendo. Eso facilitó la conexión con una colonia astur en Madrid a la medida de su situación social. Estas proximidades en la urbe posibilitaron nuevas conexiones que tenían algo de proximidad y de antecedentes comunes. De entre ellos salió su segundo marido: un guardia civil que ya no era tan joven.

Incluso en la capital del hambre se podía encontrar un nuevo amor: por lo menos un nuevo compañero de vida. Y vinieron ahora más hijas y la imposición del orden público en la familia al más puro viejo estilo: el que entendía que tranquilidad era un derivado inmediato, inevitable y necesario de tranca. Los guantazos enseñaron al hijo que había un nuevo hombre en la casa.

Covadonga se movía entre dos aguas intentando poner orden cuando no estaba haciendo su trabajo en el hotel entre lienzos y paños

Covadonga se movía entre dos aguas intentando poner orden cuando no estaba haciendo su trabajo en el hotel entre lienzos y paños de un blanco inmaculado o limpiando en su casa, a la que intentaba trasbordar los estándares de pulcritud que le exigían en su trabajo. Nunca se cumplió mejor aquello de “pobre, pero limpia”. Lo primero no era complicado; lo segundo, llevaba su esfuerzo y su lucha contra la dejadez y desgana de los varones de la casa, pero se hacía.

En enfrentamiento de machos estaba totalmente desequilibrado y Covadonga optó por enviar a su hijo a Asturias –al pueblo- con su hermano para evitarle palizas casi diarias. Pasaron los años. No muchos. Los suficientes para que la familia creciera en dos hijas más. El desgaste de la guerra, el hambre de la posguerra y el alcohol al final del todo acortaron la vida del agente del orden. Aquello duró poco en total. Un trienio casi justo. Covadonga se encontró de nuevo viuda con una pensión que casi ni lo era y siguiendo con su trabajo –nunca abandonado- en el hotel y trabajando.

Su hijo pudo regresar y ella lo ‘metió’, como se decía, en su empresa. Poco más de doce años tendría para entonces. Con la tranquilidad volvieron las fabadas de los miércoles y la vida social. Hasta su hijo presumía de madre invitando a comer a su casa, aquel día, a los amigos que se iba haciendo. Y entre los asturianos acertó a acercarse por allí un empleado- el director, al parecer- de la sucursal del Banco Coca del barrio. Conectaron bien y la cosa empezó a ser noviazgo. Se entendían sin problemas. Pero Covadonga se encontró, con tres hijos, y la oposición cerrada de su primogénito al nuevo matrimonio. No quería otro ‘nuevo’ padre de ninguna de las maneras. Ya había tenido bastante con uno.

Y en una época en que sin idea de matrimonio no tenía sentido el noviazgo Covadonga se confirmó como viuda. Allí acabaron sus conquistas. Mantuvo su trabajo en el Palace hasta su jubilación, conoció a sus nietos y siempre manifestó cierta debilidad por los que estaban más gorditos, porque para ella los blandas orzas de carne de los niños siempre fueron sinónimo de salud y buena crianza.


(*) Catedrático de Universidad.

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