Con nostálgica tristeza tuve que dejar Donhierro para dirigirme a otro pequeño pueblo segoviano llamado Moral de Hornuez en las proximidades de Riaza, camino de Montejo y Aranda de Duero, situado en una hondonada, que lograba el efecto de ocultarlo a la vista de aquel que no se encontraba en sus proximidades. Cuando lograbas divisarlo ya estabas en la entrada de su calle principal.
Con la experiencia acumulada y con el seiscientos ya en propiedad, me dirigí desde Hontalbilla, adonde vivía entonces, atravesando Cantalejo y Sepúlveda por las serpeantes curvas desde donde se divisa esta preciosa villa para llegar a Boceguillas y desde allí enfilé una carretera que terminaba donde empezaba un camino de tierra cubierto de agua y barro que consiguió el milagro de cambiar el color claro del sufrido seiscientos por otro de tono indescifrable que lo dejó irreconocible.
Por fin, y de improviso, apareció Moral de Hornuez, hundido en un valle-hondonada. Se accedía por una inclinadísima cuesta por la que con el tiempo y sobre todo en invierno habrían de empujarme mis alumnos para poder superarla y regresar a casa los fines de semana.
Las escuelas estaban situadas en la cima de un cerro, en la parte más alta del pueblo. El viento silbaba allí de una manera feroz. Los días de tormenta eran auténticamente épicos con el aire y la lluvia azotándolo todo.
Cómo no, la maestra tenía en una escuela a las niñas y el maestro a los niños de todas las edades y de todos los cursos. Como así nada positivo se podía conseguir, decidí llamar a la Inspección de Segovia y logré el permiso para quedarme con los chicos y chicas mayores y la maestra con las chicas y chicos menores.
Un auténtico logro del que aún hoy me sorprendo que pudiera conseguir. De esta manera, logré la integración de niños y niñas y, por supuesto, una mayor consecución de objetivos al reducir a la mitad el número de cursos. El panorama que me encontré, una vez tomé posesión de mi escuela, fue descorazonador. Los niños llevaban un tiempo sin maestro y cuando lo tenían duraba poco tiempo. Con el tiempo lo entendí, debido a las durísimas condiciones con las que tenían que enfrentarse y que tuve ocasión de comprobar.
El primero de los problemas se me presentó a la hora de conseguir alojamiento. Nadie quería alojar al maestro. No por desidia hacia él, ya que jamás he sentido un respeto hacia el maestro como en este pueblo, era casi veneración por no hablar de sumisión aparte de la necesidad que tenían de que por fin un maestro se quedase en el pueblo. El problema era la falta de un espacio con las condiciones mínimas para alojar a alguien. Lo conseguí al final en una casita situada al final del pueblo. La habitación no reunía las mínimas condiciones de habitabilidad, pero es lo que había. No había servicio de ningún tipo. El corral donde estaban los animales ocupaba su lugar, así que pueden imaginarse la situación a la hora de llevar a cabo las necesidades básicas, postrado entre los animales con los que a la fuerza trabé una singular amistad forzados ambos por la particular y comprometida situación.
No disponía del menor espacio para mí y tampoco había una triste tasca donde ir a pasar el rato, así que pasaba el tiempo en la escuela. Me sentaba en el suelo ya que afortunadamente la gloria aún irradiaba calor, cubriéndome con un abrigo en invierno para soportar el frío mientras el viento más que silbar, vociferaba a mi alrededor.
Un capítulo aparte merece los pocos ratos que pasaba en la reducida cocina, bien para comer o bien para charlar con los dueños de la casa. La señora era muy atenta y siempre me atendió lo mejor que pudo dentro de las limitaciones que ofrecía la casa. El marido, buena persona merece un capítulo aparte.
Mantenía con él y con cierta frecuencia unas discusiones que me dejaban agotado. No poseía cultura alguna, pero hablaba de todo sin el menor pudor. Se creía además en posesión de la verdad, por lo que pueden imaginarse la situación. Pongo un ejemplo. Mantenía que el infierno estaba en el centro de la tierra por el hecho de que había oído hablar de que la temperatura aumenta con la profundidad. Como el centro de la tierra estaba a gran distancia de la superficie, la conclusión irrefutable era que allí tenía instalado Lucifer sus aposentos.
Le expliqué una y mil veces que tuvo lugar esta perversa conversación, el razonamiento científico explicativo de semejante fenómeno. Lo hice de la forma más clara y diáfana que pude. Ni le convencí, ni dio su brazo a torcer. Por lo que definitivamente las instalaciones infernales quedaron alojadas en el centro de la tierra, eso sí, a no sabemos cuántos kilómetros ni en qué dirección ni por dónde se accede a semejante y caluroso lugar.
De acuerdo con los padres, me encargué de conseguir los libros para los niños, para lo cual fui a Valladolid un fin de semana y creo que fue en la editorial Álvarez donde los adquirí.
El día a día en la escuela, como en Donhierro pese al arduo esfuerzo desarrollado para poder armonizar y estructurar los diferentes conocimientos de los variados cursos, fue gratificante y sumamente agradecido. Más adelante, cuando me establecí definitivamente en las proximidades de Madrid, me di cuenta de lo que había perdido al dejar el contacto con los niños del ámbito rural. Creo que jamás en los tres pueblos en los que ejercí tuvo que levantar la voz a un alumno o imponer la disciplina ni individual ni colectivamente. Un oasis de paz y sosiego, donde podías trabajar y convivir en paz con tus alumnos.
Mi vida al margen de la escuela fue al contrario que en Donhierro; dura y extremadamente solitaria. Ni siquiera una tasca donde poder pasar los ratos perdidos al salir de la escuela. Imposible en la casa donde me alojaba, ya que no había espacio ni en la habitación ni en la cocina que también hacía las veces de comedor. Desolador. ¡Cuánto añoraba Donhierro!
Con el paso del tiempo hice amistad con el Secretario del Ayuntamiento que casualmente conocía a mi padre por ser compañeros de profesión y con quien al menos, los días que tenía secretaría pasaba a charlas con él. Más adelante abrieron un pequeño bar y allí nos reuníamos el secretario, el médico y yo los días que coincidíamos.
Fue un alivio.
Poco a poco fui entablando amistad con los jóvenes del pueblo, muy numerosos por cierto. Aún siendo de mi edad no conseguí que me tuteasen pese a invitarles a ello repetidas veces. Me invitaban con frecuencia a unas opíparas meriendas que tenían lugar en las bodegas que todos los vecinos tenían excavadas en el suelo en unos túneles que desembocaban en una galería final donde se encontraban las cubas de vino. Nos sentábamos y preparaban el escabeche y el chorizo que llevaban y lo regábamos con el vino extraído directamente de los toneles.
En otra ocasión y en Montejo, pueblo más grande que Moral y próximo a él, la Corporación Municipal a través del secretario del ayuntamiento que ya conocía, pues era también el de Moral de Hornuez, me invitaron a un auténtico festín que consistía en una excelente chuletada que preparaban en el exterior de la bodega para a continuación pasar a la misma para degustarlas allí con el vino de los toneles. Más que halagado, me sentía abrumado. El maestro era alguien a quien consideraban de verdad. Sin lugar a dudas eran otros tiempos. Buenos ratos que recuerdo con profundo agradecimiento.
Desde la casa donde vivía, situada en un extremo del pueblo hasta la escuela situada en el otro extremo y en la zona más alta, había un buen trecho jalonado por las puertas de las casas de los vecinos que se iban abriendo a medida que yo pasaba con unos “buenos días Sr. Maestro”, al que nunca pude acostumbrarme, al igual que el tratamiento de “usted” que me daban los jóvenes.
En numerosas ocasiones me acerqué a Aranda de Duero por una infame carretera que terminaba en un pinar donde se convertía en un camino que conectaba con la carretera nacional. Siempre que iba, pasaba antes por la casa del señor alcalde, una excelente persona que casi siempre se venía conmigo. Me hacía compañía y de paso se ocupaba de sus gestiones y de los encargos que le hacían.
Cuánto me gustaría recordar el nombre de tanta buena gente que conocí en mis andanzas de maestro rural. Ha pasado demasiado tiempo desde entonces y el tiempo no perdona, aunque afortunadamente no he olvidado la mayoría de las anécdotas y vivencias que en general fueron gratificantes y placenteras.
Al finalizar el curso, me comunicaron de Segovia que el próximo ya no continuaría allí, ya que enviaban a un maestro que tenía la plaza en propiedad. Al saberlo, la corporación municipal montó en cólera y me dijo que de ninguna manera me iba de allí. Les expliqué que eso era imposible pero no quisieron admitirlo. Como yo tenía que ir a Inspección a Segovia, se vino conmigo el alcalde y una delegación del Ayuntamiento. Hablaron exponiéndoles el problema que habían tenido hasta entonces con los maestros y adujeron que ya que uno les había durado un curso, de ninguna manera iban a permitir que me fuera. Naturalmente les dijeron que eso era imposible y ahí terminó mi estancia en Moral de Hornuez.
