Este antiguo epitafio que se encuentra en muchos cementerios nos advierte de que hemos de morir. Memento mori, le susurraba un esclavo al oído del general romano victorioso, recordando su condición efímera y contingente para que no se viniera arriba.
Pero no quiero centrarme en el último tránsito, sino que me gustaría llamar su atención sobre la primera parte de la frase, esa que habla de cómo nos vemos y cómo percibimos a los demás. El Real Instituto Elcano, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) o los Eurobarómetros de la UE suelen publicar sesudos estudios sobre estos asuntos, pero déjeme que yo los trate con un poco más de ligereza.
Apuesto a que, si dedica un instante a contemplarse en el espejo, concluirá que sale bastante bien parado respecto a la media en muchos atributos favorables.
No sé si se verá como un Adonis, pero tampoco se adjudica el papel de espantapájaros. Dudo mucho que se ubique en el batallón de los torpes. Al contrario. Se tiene por inteligente y solamente su humildad —otra cualidad que siente como propia— le impide verse netamente superior. En esencia, según los estudios académicos que se hacen sobre estas cosas, todos nos percibimos como mejores que el promedio y nos sentimos por encima del montón en casi todo lo positivo. ¡Qué le vamos a hacer! Es así, somos así.
¿Y cómo vemos a los demás? O lo que vendría a ser lo mismo, ¿cómo nos ven ellos a nosotros? De lo dicho en el párrafo anterior, es obvio que los demás nos parecen —y a los demás les parecemos— un poco menos altos, algo más feos, de perspicacia menor, escasos de agilidad mental y ligeramente peor vestidos.
Sí, ya sé que he generalizado una barbaridad —licencia del columnista—. Estoy seguro de que estamos rodeados de personas verdaderamente inteligentes, honestas, sinceras y capaces, que ven el mundo tal y como es y valoran a los otros —y a sí mismos— de manera justa y ponderada. Pero de lo que estoy completamente convencido es de que pocos de esos han hecho carrera política, no por falta de vocación, sino por la dificultad de competir con la pura ambición sin escrúpulos de otros aspirantes. La política, visto lo visto, es un oficio que ha ido perdiendo exigencia intelectual con los años.
Si no, ¿cómo explica usted que, a medida que nos adentramos en la senda electoral, cuando los partidos políticos sienten urgencia por asegurarse los votos, empiecen a tratarnos como imbéciles, lerdos, tarugos, cortos y superficiales?
En esta época los discursos se vuelven básicos, los argumentarios se repiten, los razonamientos se retiran, los papagayos ocupan los atriles. Están convencidos de que tenemos menos memoria que Dory, la amiga de Nemo. Y salen a la palestra a hablarnos de platos rotos ajenos cuando en su casa ya no queda ni una pieza de vajilla sana. No importa. Están todos los pedazos bajo la alfombra. Creen que no nos enteraremos.
Escribía Fernando Savater que “hay políticos inmorales y ciudadanos tontos”. De lo primero estoy convencido, de lo segundo no tanto. No digo que no haya algún que otro tonto por ahí, ni siquiera que yo no me pase por ese club de vez en cuando, pero sí digo que afirmar que los ciudadanos son tontos es una licencia infame que se permiten precisamente los políticos inmorales.
Para no señalar a nadie, que todos nos conocemos en este pueblo, citaré a Rick Shenkman, autor del libro Just How Stupid Are We? En él se refiere a los votantes estadounidenses y asegura que se han vuelto cada vez más ignorantes y peligrosamente susceptibles a la manipulación. Que son, en gran medida, incapaces de evaluar críticamente los asuntos nacionales e internacionales; y que carecen del conocimiento y la capacidad para participar eficazmente en el proceso político.
En otros lugares del mundo, filósofos, periodistas y politólogos llevan tiempo advirtiendo de que tratar al electorado como si fuera idiota —y hacerlo además con paternalismo creciente— es peligrosísimo.
Ignoro si los votantes de los Estados Unidos andan babeando por las esquinas, pero me atrevería a decir que no. En todo caso, desde mi particular punto de vista, por estos pagos aún conservamos la capacidad suficiente como para ejercer una ciudadanía exigente: no solo como votantes pasivos, sino cuestionando el mensaje político y exigiendo contenidos y propuestas reales. Sabemos distinguir al que quiere vendernos la moto del que viene a prestar un servicio a la nación.
Así me veo yo; así le veo a usted. ¿Cómo lo ve?
