Señora directora:
Si me gusta la dedicatoria del libro (“A Tito Flavio Vespasiano”) es por lo bien que resume el libro: quién y cuándo.
La presentación también tuvo su resumen: Civis romanus sum. En boca de Dominica Contreras, más que una declaración, es un resumen vital de su entusiasmo por vivir, por aprender, por catar y explicar la belleza, por contarla. El Acueducto de Segovia como ejemplo, los romanos como ejecutores: inteligencia, trabajo, utilidad, arte. Esta nos parece Dominica, esta es Dominica por confesión propia: una ciudadana romana. Solo le habría faltado nacer frente al monumento: ni eso.
Transcurría la tarde con tiempo de sobra entretenida entre pruebas de luz y sonido, inquieto Javier a los mandos de un ordenador saltarín y amenazante, que luego sí se terminó comportando. Lucía, la conseguidora, guardada en sus temperaturas. Acudíamos los reporteros, los familiares, amigos, conocidos, acreditados prohombres de la cultura, alumnos de entonces, admiradores anónimos. Bastante antes de la hora la sala estaba llena y hubo de traer sillas. La protagonista oculta en los trascoros.
Más puntual de lo que se preveía por el gentío, apareció Dominica como una novia, como una virgen, ataviada, no de coronas y medallas, de artilugios de luz y sonido. Subió el alcalde su cabeza a la penumbra de la tarima, que los juegos de luces no acertaron a iluminar. Se esforzó por ser breve, fue convencional y quedó patente su buena voluntad; simpático a la hora de promocionar el libro. Subió la representante de la editorial: amabilidad y brevedad: se agradece. Y subió la autora.
Prueba de humildad más que otra cosa pareció que se agarrara a los folios. Mientras leía pedorreaba algo el altavoz. Para quien leyó el libro todo quedaba ratificado. Para quien no, aumentaba el suspense. Los datos iban aclarando fechas, estilo, epigrafía; los apartes enriqueciendo la lectura monótona, entre los que soltaba perlas como la que titula esta crónica, termas debajo de las iglesias de Segovia o directas sin concesiones: un busto para Vespasiano en las cercanías del Acueducto, más metros de separación entre el tráfico y el monumento.
Probablemente estaba programado, pero al saltarse folios sin leer dio a entender que nuestra profesora tomaba nota. En la pantalla empezaron a desfilar acueductos y Dominica volvió a ser la profesora contagiante, sencilla, dicharachera, que esparce sabiduría y buen gusto a raudales, la que conocimos en clase, la que alimentó nuestro entusiasmo por aprender. Si no llega a cortar a algunos de nosotros no nos habría importado que siguiera. Pero cortar a tiempo es otro arte. Ahí tenéis el libro para seguir degustando.
Luego vino el desfile: besos, abrazos, fotos, firmas. La dejamos entregada a sus seguidores, que si no fuera corresponder al cariño que se le profesa bien compadeceríamos esa tortura.
Puede que, entre los segovianos, ciudadanos muy curiosos que, según Dominica, eran capaces de pactar con los romanos en vez de con otras tribus vecinas contra los romanos, haya quien ponga su cosita adversativa. Sería ideal que fuera después de leer concienzudamente este pequeño tesoro, Misterio del Acueducto de Segovia, y de modo razonado. Pero, si ya con el libro se descorcha ese misterio, con su presencia en el estrado se constata algo, probablemente más efímero y sentimental: el cariño de un personal selecto, antiguo, persistente. Como otros tantos segovianos egregios, Dominica está a falta de su homenaje, de su placa y ramo de flores, de otra sesión más amplia de besos y lágrimas alegres. Podría habernos reunido para cualquier cosa y la sala, esa u otra más grande, también se habría llenado. A falta de celebraciones correspondientes hemos tenido que aprovechar esta circunstancia para comparecer ante ella con nuestra mejor sonrisa y nuestro aplauso. Es fácil que no tengamos ocasión: su llaneza y bonhomía no se prestan al boato. Y este, su siempre penúltimo libro, será un pretexto más para consolidar su puesto en nuestro corazón.
Mario Antón Lobo