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Cine: la música de la nostalgia y el recuerdo

por Sergio Casado
12 de febrero de 2023
en Sin categoría
Tres colores azul.

Tres colores azul.

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El empeño es esquivar el “Pantano de la Tristeza” de “La Historia Interminable”, un pantano lleno de barro, profundo, que aparece de repente bajo el influjo de la música de Klaus Doldinger. Mientras escribo estos artículos o ensayos para “El Adelantado”, suelo quedar quieto, con el bolígrafo en la mano, reflexionando. Apunto notas y ahora lo hago con nombres de compositores; creo una especie de puzzle que luego tengo que descifrar. Sí, sí, eso es lo que quiero: esquivar el Pantano. Puede esquivarse por un instante con la estrella fugaz de la música del cine. Frotamos esta vez la lámpara maravillosa de Aladino para dilucidar si ha de haber o no música en el cine, música del cine, música compuesta específicamente para una película, o música clásica compuesta con anterioridad, o jazz, o canciones. Todo lo que imaginemos que cabe en una película.

Fantasía. Fantasía. Fantasía. Quizá lo que escribo no tiene ningún sentido, no va a ninguna parte. A menudo pienso en eso, pero también estoy al mismo tiempo convencido de que inesperadamente, en la escritura surge la magia. Quiero creer que no es ese sinsentido, lector, atraerte por ejemplo a un nombre que no conoces, como el de Wojciech Kilar, o el de Toru Takemitsu. Ellos nos llaman. Quieren estar vivos. En su música están vivos. Busquémoslos.

Nuestra pantalla no oficial es la de la nostalgia y el recuerdo. Isabel Archer, en los ojos azules de Nicole Kidman y en la partitura de Wojciech Kilar, me llama, me pide resolver el dilema a mi favor, a favor de mi postura partidaria de la música del cine. En mi butaca, la belleza de la música de Kilar, igualando a los ojos de Isabel Archer, aleja el “Pantano”.
Estoy en la postura mayoritaria, pienso. Lo digo desde el primer momento. Necesito la música de cine. Necesito mis viejos álbumes de vinilo, mis cassettes, tenerlos cerca para no olvidar esas partituras. Pero quiero tener muy en cuenta cualquier postura que se aleje de mi perspectiva, para así reflexionar, entender, cuestionar. Hay infinitas maneras de hacer cine, de ser cineasta. Sería pretencioso dar por buena una u otra manera. ¡Qué sabré yo!
Mi amigo Miguel Vivas dice que elude el dilema, que simplemente dice que no es imprescindible una música subrayando toda la película, que es un lamentable cliché hollywoodiense hegemónico. Saca a relucir a Toru Takemitsu, compositor de Akira Kurosawa en “Ran”. El bueno de Toru dice lo siguiente: “No es bueno decorar imágenes con mucha música cuando las propias imágenes tienen suficiente contenido como para despertar intensamente la imaginación de la audiencia. Pongo música para que la audiencia escuche los sonidos puros que existen con naturalidad en la película. Creo que es más importante eliminar música de las películas que añadírsela”.
No estoy con Toru. Estoy con Danny Borzage, el acordeonista, que con su instrumento corretea por el rodaje de “The iron horse” (“El caballo de hierro”), de 1924. En la película de John Ford, Borzage es uno más del reparto, es tan importante como los intérpretes. Con su acordeón acompaña a los actores, los motiva en su trabajo. Se convierte en un habitual del cine de John Ford, aunque no esté acreditado.

blade runner
Blade Runner.

Es ilusionismo. La música de cine es ilusionismo. De la música del cine mudo podemos trasladarnos al Vangelis de “Blade runner”. En un instante nos trasladamos de 1924 a 1982. Vangelis ya desapareció pero si volvemos a su música, aparece la estrella fugaz, esa que no podemos atrapar. Sólo podemos cerrar los ojos y escuchar atentamente, concentrados. Lo que hacemos es escuchar melodía, ritmo y armonía, como dice el diccionario de la Real Academia. Escuchamos esos tres elementos, combinados.
¿Subrayar o no subrayar? Lo mejor es dejarlo al criterio de cada espectador, de cada cinéfilo, que así se convierte en un ser pensante: Vangelis es “Blade runner”. Así lo decidió Ridley Scott, el director de la película. El replicante Rutger Hauer se pone en cuclillas, con una paloma en la mano: “All those moments will be lost in time like tears in rain” (“Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”). Vangelis se hace presente, está ahí si lo escuchamos atentamente.
El diccionario también habla de conmover la sensibilidad, sea alegre o triste. El ejemplo para mí es Vangelis, en cuyo trabajo nos hemos detenido. ¿Son válidos unos sintetizadores? ¿Un piano? ¿Una voz humana?

Creo que todo eso es cine. Es fantasía. No estemos atrapados por lo real. O estémoslo, pero sabiendo que existe la otra realidad, la de la fantasía y el cine.
Una banda sonora esencial, para mí, es la del polaco Zbigniew Preisner para los “Tres colores” de Kieslowski. Un cineasta especial con un músico especial. Aquí también hay combinación, y es que no es posible imaginar a Juliette Binoche en “Azul” sin Preisner. Pocas veces he visto descrita la soledad como en esta película, y es mérito tanto de Kieslowski como de Preisner, además, por supuesto, del resto del equipo. El cine son todos ellos.

Preisner: “(…) Un compositor debe saber de todo. Es necesario. Me gusta Nino Rota y Fellini, no sólo por lo que componen sino también por la forma en la que lo usan en las películas. Lo mismo me sucede con Ennio Morricone. Lo que me gusta de la música es su belleza, que salgas tarareando del cine. (…) Pero no hay una única forma. Un compositor siempre debe de mantener su mente abierta”.
Kieslowski no sería Kieslowski sin Preisner. David Lynch no sería David Lynch sin Angelo Badalamenti. Tarantino el vampiro no lo sería sin sus canciones y sus bandas sonoras del pasado, rescatadas por él. Son relaciones de absoluta dependencia. El cine depende de la música y la música depende del cine.

Vuelvo a esquivar el “Pantano de la tristeza” y estoy contento. Tecleo rápido, con seguridad, no hay temblor en mis manos y sé que a un buen amigo cinéfilo, desaparecido siendo joven, esto le gustaría, le gustaría que me trasladara de nuevo al Cine Pineda para escuchar la fanfarria de John Williams para “Indiana Jones y el templo maldito”, para sumergirme en la película y escuchar y reflexionar la marcha de los niños esclavos a los que Indy intentará liberar.

Steven Spielberg no sería Steven Spielberg sin John Williams. John Williams no sería John Williams sin Steven Spielberg. Que se lo digan a ese amigo mío, Sergio Almau.

Estoy en el Cine Pineda. El ambiente veraniego es extraordinario. El publico parlotea, se ubica como mejor puede, consume dulces, mira en el cine sin techo el cielo estrellado antes de la proyección. Arranca la película y casi me caigo de la silla al escuchar a John Williams.
Ahora leo lo que dice John Williams: “La música me ha dado la capacidad de respirar, la capacidad de vivir y comprender que hay algo más que la vida corporal. Sin ser religioso, que no lo soy en especial, hay una vida espiritual, una vida artística, un reino que está por encima de lo mundano de las realidades cotidianas. La música puede elevar nuestro pensamiento al nivel de la poesía. Podemos reflexionar sobre lo necesaria que ha sido la música para la humanidad. Siempre me gusta especular que la música es más antigua que el lenguaje, que probablemente estábamos tocando tambores y soplando cañas antes de que pudiéramos hablar. Así que es una parte esencial de nuestra humanidad. (…) Me ha dado la vida”.

2001
2001.

El cliché hollywoodiense. El lugar común. ¿La emoción ha de surgir en silencio, del silencio? Puedo imaginarme por ejemplo “2001. Odisea en el espacio”, de Stanley Kubrick. Es indudable que es una película que podría haber estado ausente de música. Kubrick había encargado la partitura a Alex North, que existe y puede escucharse, pero que no usó. Al final seleccionó música clásica para determinados momentos de la película.
Es Kubrick quien decide. Es el cineasta, no la realidad.

“La música sirve para ocultar pecados”, nos dice el ingenioso y avispado Woody Allen. Ha usado habitualmente canciones y fragmentos de música del pasado. En “El sueño de Cassandra” usó a Phillip Glass. Es su elección. La verdad es que no imagino las películas de Woody Allen sin música. No hay estado de ánimo sin ella.

el padrino
El Padrino.

Glass. ¿Cómo imaginar la extraordinaria “Las horas” sin él? ¿Cómo imaginar “Los gritos del silencio” sin Mike Oldfield? Otra película. ¿La presencia de Nino Rota en “El padrino”? ¿Imaginamos “El hombre tranquilo” sin Victor Young?

Escribo aquí e intento deducir algo. Imagino el cine de Ken Loach, tan directo, tan terrible en ocasiones, y la ausencia de música. Eso no evita que Loach sea un gran cineasta. La elección ha sido suya, él nos invita a su cine.

En el ilusionismo, Michael Nyman o Elmer Bernstein, Miles Davis o el romántico John Barry.
Ennio Morricone: “La música es un arte que para que se convierta en esposo o hermano de la película, necesita el mismo elemento que caracteriza a la película: tiempo. La temporalidad hermana el cine con la música. ¿De dónde procede la música de una película? De un más allá misterioso”. La música permite meditar, dice Morricone: “La película ayuda a comprender la música y viceversa, por eso es complicado unir esos dos mundos. Siempre digo que la música de una película expresa lo que las palabras, imágenes y diálogos no pueden transmitir”.

Definitivamente estoy perdido. El dilema es irresoluble. ¿Realidad o fantasía? Estoy en la frontera. Así es en mi vida, estoy en la frontera. Este dilema es sólo otro eslabón de la cadena.

Se revela Bernard Herrmann en simbiosis con Alfred Hitchcock, mientras yo me voy quedando sin tiempo, sin espacio. Desde el primer segundo de los créditos de Saul Bass, la música de cine quiere reivindicarse. ¿Herrmann es esencial ¿o no? en la escena de la ducha de “Psicosis”? De hecho, Hitchcock pensó inicialmente no usar música.
Nuestro turolense Antón García Abril, autor de música de cine, opina lo siguiente: “El cine es el medio moderno del siglo XX. Los demás estaban inventados. Hemos sido muchos los compositores que sentimos la atracción por abrazar lo nuevo. A mí me dio la experiencia del trabajo diario y de la audición inmediata; era como hacer el molde y fundir al momento. (…) Una obra bella conmueve desde dos puntos de vista: en el plano de la sensibilidad y en el intelectual”.

Estrella fugaz de la música del cine, con Danny Borzage tocando su acordeón, Elmer Bernstein nos inquieta en la magnífica “El hombre del brazo de oro”, nos sorprende John Morris en “El hombre elefante”. Eterniza Rachmaninov a los confusos protagonistas de “Breve encuentro”. Música de un más allá misterioso, nos ha dicho Morricone.
Es una maravilla. El cine es una maravilla y la música siempre formó parte de él. ¿Podría ser de otra manera? La música es la llave para abrir el arcón del misterio, como hace Alfred Newman en la fanfarria de la “Twenty Century Fox”.

Nos conduce Travis Bickle (Robert de Niro) bajo el influjo de Bernard Herrmann, en “Taxi Driver”, Max Steiner en “Lo que el viento se llevó”, Danny Elfman en las aventuras de Tim Burton, Maurice Jarre con su David Lean, Yann Tiersen en “Amelie”, Alex North en “Dublineses”.

Y acabo el viaje exhausto, cansado de teclear. Vuelve el temblor a las manos. Necesito descansar y escuchar un poco de buena música. No, no un poco. Mucha música. Doy una vuelta por mi habitación y busco mis viejos cassettes y álbumes con bandas sonoras. Uno de los cassettes es el de “Indiana Jones y el templo maldito”, mi obsesión en estas escrituras, mi obsesión en el Cine Pineda. Ese cassette es una cura. No puedo imaginar que desaparezca. Si desaparece, desaparece mi cine, desaparezco yo. Así recuerdo que casi me caigo de la silla plegable del Cine Pineda. Ya por eso merece la pena para mí la música de cine.

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