Estamos en el cine. Elspeth se acerca a un gran catalejo que hay en casa de su hija. Observa a los dos jóvenes que juegan al amor en una calle helada, resbaladiza. Juegan al amor e inquietos seguiremos su historia en el peor momento del año. Elspeth habla con ellos desde la distancia, a pesar de que los jóvenes no pueden escucharla. Elspeth (Phyllida Law) ha acudido a casa de su hija Frances (Emma Thompson), abrigada, sabedora de que su hija está en casa, destruida por la depresión, con la calefacción rota. Pero hay esperanza: hay agua caliente y es posible darse un baño reparador. Pulula Elspeth y su hija se esconde. Elspeth le habla, le habla sin descanso intentando despertarla, intentando comunicarse con ella.
Mientras, en “El invitado de invierno”, cerca de Elspeth deambulan dos ancianas que se resisten a las placas de hielo que han invadido todo el suelo del pequeño pueblo costero escocés. También deambulan dos chavales, deambula esa chica observada por el catalejo que intenta que un joven la escuche, que sepa de su existencia, que sepa que está interesada en él.
Es el invierno, nuestro acompañante hoy, lectores. Es el invierno de seres que van arriba y abajo por un pueblo aislado, con el mar congelado. La pregunta, la de siempre: ¿cómo vivir? ¿cómo hacerlo? Nuestros héroes, los de esta película, viven en la cápsula de un sueño. ¿Cómo llegarán a la primavera?
¿Cómo convivir con el invierno? Sí, por ahí lo tengo. Por ahí guardado entre mis papeles está lo que busco. Es una traducción que hice, ante la belleza de un poema. Si lo encuentro podré hacerlo, podré crear este escrito. Así es. A pesar de mi desorden, finalmente lo rescato entre mis correos. Jugueteo un poco con él, lo leo de inmediato y luego lo releo. Es el poema “Invierno”, de Robert Louis Stevenson: “En la intemperie, cuando bajo el puente de hierro/ el petirrojo busca en vano/ bayas y semillas de rosas,/ miro formas de flores que en mi ventanal/ dibuja el lápiz plateado del invierno./ Cuando toda la montaña está nevada/ y no se mueven los árboles sin hojas;/ cuando las aves de la costa callan en los pantanos helados,/ y todo el patio del jardín está sepultado bajo el lodo,/ miro, en el hogar, la risa de la leña-/ miro, más bellas que las rosas, ¡las flores de fuego!”.
Mis pensamientos hacen piruetas. Tiembla mi mano al teclear, a menudo cometo errores y los voy reparando cuidadosamente, repasando. Lo que escribo se reproduce. Vive. Me admira la recuperación que he hecho de este poema. Seguramente lo traduje para que apareciese aquí. Y así es.
Quedo pues pensando en el poeta, en Stevenson, enfermo, buscando su pequeño refugio, buscando un clima cálido para luchar con su enfermedad. Stevenson es un hombre joven, acosado por el monstruo; Stevenson se defiende en sus escritos, en sus poemas. He ahí, en ellos, sus flores de fuego para luchar con el invierno, con la muerte. ¡Vamos, Robert! No estás solo. Yo te recuerdo.
Los cinéfilos tenemos que buscar nuestras películas, o sea, nuestras propias flores de fuego, nuestra lumbre frente al absurdo, las placas de hielo, la tormenta de nieve que cae sin descanso. Es una tormenta que desespera. Colapsa los caminos, las comunicaciones, crea accidentes por la acumulación de nieve. Por eso vuelvo a ver “El invitado de invierno”, para recordarme que esa película existe, que esos seres pelean, que se defienden como gato panza arriba ante la tempestad.
El cineasta sabio, Akira Kurosawa, nos trae a “Dersu Uzala”. Dersu, ante la monstruosa ventisca, saca el ingenio del humilde nómada, construyendo rápidamente un refugio con aquello que posee. Sin altanería ni prepotencia. La sencillez y humanidad del nómada se dirige al prójimo.
¿Quién fue Kurosawa? ¿Le recuerdan los cinéfilos?
Le recordamos aquí, por un instante. Dersu Uzala nos llama, nos espera, quiere sacarnos de la tempestad de nieve.

¿Películas invernales? Di Caprio se retuerce en “El renacido”. Winslet necesita ayuda (y la encuentra) en “La montaña entre nosotros”. Cassen en su carromato móvil se mueve en la mejor película navideña, “Plácido”. Y como el invierno es también soledad, busco primavera avisando de este escrito a viejos amigos cinéfilos. Aparece la sugerencia de “Los odiosos ocho”, ahí atrapados en la nieve, en una cabaña. Que se queden allí con su festín sangriento.

Prefiero recuperar “En lo más crudo del crudo invierno”, de Kenneth Branagh, una película mucho más pequeña que la de Tarantino, pero mucho más interesante y humana: Joe Harper, un actor cantamañanas, deprimido, crea una variopinta compañía teatral para armar “Hamlet” en la localidad de Hope (“Esperanza”). Con el montaje intentan salvar una iglesia, en la que se desarrollan los ensayos. Aquello parece no ir a ninguna parte. Harper hace todo lo posible, ilusionado, y los actores, en principio una amalgama desastrosa, poco a poco salen de su agujero particular. La depresión de Harper siempre acecha, y todo son dificultades. ¿A alguien le interesa ya “Hamlet”? Está desolado, aplastado. ¿Serán capaces él y los actores de salir de ese crudo invierno? ¿Hay esperanza para ellos? ¿Juntos tienen esperanza?
Ahí nos espera esa pequeña comedia en blanco y negro. Escuchemos al maestro Luis Buñuel: “El mejor cine rara vez se encuentra en las grandes producciones”.
Así que nos olvidaremos por un rato de la gran producción de “Titanic”, con un sálvese el que pueda generalizado y la pareja protagonista con el agua (helada) al cuello.
No hagan caso a Buñuel. También en grandes producciones hay gran cine. Lo que pasa es que Buñuel, en su sabiduría, era también un gran bromista.
Mi memoria falla. No llega. Me esfuerzo en recordar a Charlot en “La quimera del oro”, pero sí recuerdo que con el frío y el hambre hay que comerse incluso los cordones de los zapatos.
Ahí en el norte hace mucho frío. Buck, el perro está aprendiendo a palos en “La llamada de la selva” (1935). Le salva la amistad con su dueño, que es nada más y nada menos que el galán Clark Gable. ¡El invierno puede ser aventura!

Y con la amistad rápidamente aparece “Beautiful girls”, de Ted Demme. El joven pianista (Timothy Hutton) regresa a su pueblo para una reunión de antiguos compañeros de estudios. El grupo de amigos es desastroso, pero existe una vieja camaradería y se reúnen en la cantina, y existe la patinadora sobre hielo Nathalie Portman para seducir a Hutton en un algo imposible (de momento). La película es recomendable para todo amante del cine no pretencioso; está ausente de cualquier veta de cinismo. Volvemos a Joseph Addison: “A las grandes almas en la adversidad las unen los lazos de firme amistad”.
Quizá la clave de todas estas películas de invierno sea “dar la espalda”. Hacerlo o no hacerlo. Amigos que no dan la espalda, o que la dan invernalmente. Es dar la espalda y dejar que la nevada arrecie y el otro quede sepultado, o es construir refugio juntos. No olvidemos las flores de fuego, presentes en este escrito continuamente, para siempre. Brindemos por ellas.
Sí, comedias contra el invierno, comedias, comedias. La mejor es quizá, contra pronóstico inicial, “Atrapado en el tiempo”. O sea, el día de la marmota. El papel que sólo podía interpretar Bill Murray. Aquí es Phil Connors, un mamarracho penoso, un hombre del tiempo cínico y despreciable. Su pronóstico del tiempo es erróneo y acaba atrapado por una borrasca, en plena fiesta de la marmota. Ríete, Phil, porque no vas a salir de la borrasca de nieve, no vas a salir en tu vida. Sigue igual de cínico y prepotente o abraza a la marmota. Película perfecta para el invierno que nos ocupa, para pensar que podemos triunfar.

“A veces continuar, simplemente continuar, es el logro sobrehumano”, escribió Albert Camus. A pesar de estar en comedia, no nos explicamos la fuerza con la que se levanta Sully (Paul Newman) cada día, en “Ni un pelo de tonto”. Sully está ante el arreón final. Veremos si aguanta, si tiene fuerza para sobrellevar el invierno. Sully se agarra a un clavo ardiendo. Es un experto en chapuzas, sin trabajo fijo, un desastre como marido y como padre. Pero hay quien depende de él, y Sully tiene su filosofía: “Aguantar”. Aguantar y flirtear con una irresistible Melanie Griffith.
Pero de repente se va el sol invernal de las comedias y todo empieza a torcerse. Ahí veremos la materia de la que estamos hechos. Se apiñan películas que no encontrarán sitio, pero parece que siempre buscan sitio las que no son de sol invernal, sino las que nos sitúan ante la desolación. Yo también caigo en ella, sin una razón aparente. Caigo, como caía el Roy Harper de “En lo más crudo del crudo invierno”. Y no hay respuestas.
John Huston está en sus últimos momentos en 1987. Son las últimas boqueadas del gran cineasta norteamericano, enfermo, en silla de ruedas. Eso, quizá, sea mitificar. Pero necesitamos la mitificación.
A lo que iba, Huston está filmando “Dublineses” (“The dead”). Se le ha metido en la cabeza esa película, que realmente llevaba treinta años queriendo hacer. El mónologo final nos enseña tumbas rodeadas de nieve. Sí, Huston se va. Es el invierno sin fin, sin sentido: “Uno a uno todos nos convertiremos en sombras. Es mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente en la plena euforia de una pasión que irse apagando y marchitando tristemente con la edad”.
Silencio. No sé que escribir. ¿Qué podría decir? Viene a mi mente “Anna Karenina” (1948). El frío produce parálisis, angustia, desolación. Anna está al borde de un precipicio, poco a poco empujada a él por Lev Tolstoi. Anna se encontrará con hombres sin alma, se encontrará con su marido Alexei Karenin, un hombre gélido, polar. ¿Encontrará Anna (Vivien Leigh) una lumbre, un fueguecito? Nuestra maravillosa heroína intentará escapar del hielo, de ese invierno sin fin, sin sentido.
Quedo quieto. Es todo tan siniestro que me tomaría un whiskey, el “agua de la vida”. Pero no puedo hacerlo por culpa de la maldita medicación.
A lo que iba. ¿Qué me interesa del cine invernal? ¿Por qué he escrito esto y no he escrito sobre otra cosa? Supongo que he escrito todo esto porque intento conocerme mejor, ponerme sobre aviso, saber identificar cuando se acerca el frío, cuando se acerca la nieve, las placas de hielo que producen terribles caídas. En cualquier momento nos caemos, con un simple resbalón. Hay que estar atentos a los fueguecitos que busca nuestra Anna Karenina. ¡Vamos, Anna! ¡Vamos!
Queremos terminar liberándonos de lo siniestro. Queremos que el doctor Harford (Tom Cruise), en el invierno neoyorkino, deambulando por la ciudad, encuentre lo que busca, que encuentre calor. Él está incluso dispuesto a pagar por ese rato, por una simple charla en “Eyes wide shut”. Hace tanto frío en la calle. Hace tanto frío, tan intenso, pero él parece que no puede volver a casa por lo que martillea en su cabeza.
George Bailey está ante el mayor frío, como nuestra Anna, y sólo lo divino puede salvarle del absurdo, de la gran nevada. Estamos con George en “¡Que bello es vivir!”. Aunque no creamos en un Dios, recemos por él.
Y como con él, estamos con la Elspeth de “El invitado de invierno”, con la que empezamos esta historia, con la que intentamos atravesar nuestra propia tempestad. Observando con nuestro catalejo a aquellos a los que no conocemos, intentando avisarles, y también acercándonos a los nuestros, empujándoles a hablar cuando están en la depresión invernal, o en la nieve de la soledad.
No puedo creer que haya escrito todo esto. No me lo explico. Pero así ha resultado. Me despido de los lectores con unos versos de “El vagabundo”, de nuestro Robert Louis Stevenson: “(…) Cálido el refugio junto al fuego-/ No me rendiré al otoño/ ¡Ni me rendiré al invierno! (…)”
