Pensar que Mihura fue de los importantes debería haber bastado. Imaginar que una obra suya pensada para teatro sería representada sobre un escenario, debería haber sido suficiente. Incluso ver el cartel y leer el nombre de Miguel Rellán debería haber sido una razón de peso más que justificada. Todo ello debería haber servido para tener una ligera idea de que ‘Ninette y un señor de Murcia’ iba a ser uno de los pesos pesados en la programación del Teatro Juan Bravo de la Diputación.
Sin embargo, probablemente hubo quien, al recordar la terrible versión de Garci y la no menos terrible actuación de Elsa Pataky, optó por esquivar la bienvenida de Machado y apostar por otro plan en un fin de semana lleno de Música Diversa que en la tarde de hoy y en la de mañana también llenará de notas el Teatro. A esos ‘quienes’ sólo se les puede decir que su decisión les costó cara. Casi tanto como a Andrés la seducción de la chère Ninette, la querida Ninette; la chère Ninette, la cara Ninette.
Lo avanzaba César Oliva, director, al ser entrevistado, Natalia Sánchez había conseguido llenar de una seducción nada extravagante su interpretación de la joven hija de los dueños de la casa a la que Andrés, el pobre señor de Murcia que jamás salió a pasear París, llega para alojarse. Sin necesidad de pechos voluminosos, ni melena rubia despampanante, ayudándose tan solo por un exagerado pero gracioso empalagosamente dulce acento fgansés, la que fuera hija de ‘Los Serrano’ demostró haberse convertido en una atractiva actriz. Y atractiva no sólo en el físico, sino sobre todo en su trabajo como actriz.
Por el nombre de la obra y por su protagonismo dentro de ella, Natalia Sánchez hizo corroborar al Juan Bravo que ver a su lado en el cartel nombres experimentados de la escena como el de Miguel Rellán o Julieta Serrano no asusta tanto como para no hacerse tan dueña y señora de la obra, como su personaje de las voluntades del pobre señor de Murcia.
La actriz gustó mucho al público del Teatro Juan Bravo, pero también lo hicieron Jorge Basanta, Javier Mora, y los propios Miguel Rellán o Julieta Serrano, que ayudados por el texto de Miguel Mihura, que no pierde actualidad si se sabe respetar, como ha hecho César Oliva, hace reír hasta al más serio. La ironía en algunos diálogos y el doble sentido de algunas frases que, tan pronto disparaban contra España, como contra Francia, fueron respondidas a carcajadas desde el patio de butacas.
Y es que cuando una obra pensada para el teatro, con esas entonaciones exageradas y esos gestos desproporcionados sólo comprendidos sin pantallas de por medio, se representa sobre un escenario, es difícil que si fue buena y graciosa hace medio siglo, siga siendo buena y graciosa dentro de otro medio. ¿O acaso París no continúa siendo caro y querido a la vez?