El pasado lunes 3 de julio, pese al revoloteo del habitante del patio de Andrés Laguna o el bote lejano de un balón, dio comienzo el XXIV Festival de Narradores Orales de Segovia con las palabras y la gran sonrisa de Celso Fernández. Acababa de llover, no había tanto público como era de esperar y el ruido callejero dificultaba la escucha; pero a Celso le dio igual: arrancó pandereta en mano explicando que se puede contar historias de adultos a niños y de niños a adultos siempre y cuando se respete la inteligencia del que escucha, para luego pasar a testar la capacidad del público para entender la retranca gallega. Así, tras una enloquecida retahíla de ocurrencias, chistes y anécdotas -entrelazadas a través de a saber qué proceso neuronal— confirmó la idoneidad de Segovia para encontrar el sentido oculto de sus historias transformado ya el público en escuchadores y colaboradores necesarios para la creación de silencios, fundamentales en su contada.
Y es que el dominio de los silencios fue el gran rasgo de la noche de Celso Fernández, pues el silencio en narración, al igual que en poesía, es parte fundamental de la construcción del ritmo de la contada y del ritmo de las historias. El ritmo lo es todo en narración, es la respiración la que convierte el habla en literatura y el lalinense, sin duda, es ritmo en sí mismo: su cuerpo tendió al balanceo al inicio de la contada, tal vez para coger y marcar el ritmo, además, se acompañó de pandereta con la que entonó alguna coplilla o estrofa de alalá o de jota y, sobre todo, dejó que fuesen los silencios los que terminen de contar. Este es un gran recurso porque el público se ve obligado a completar el sentido permitiendo que el narrador levante la arquitectura de las historias con el mínimo de palabras, poesía pura. Pero el silencio se ve reforzado por otros elementos que dirigen la historias como esas grandes manos, con dedos inmensos que lo mismo chisporrotean en la pandereta que señalan la dirección de la historia, y es que el dominio escénico de Celso Fernández es maravilloso por lo sutil pero contundente dentro de ese tempo suyo reposado y tranquilo. Porque Celso cuenta desde la calma, sin prisa, quizás con cierto retardo, pues cuando recuerda la historia, la masca, sonríe y después la cuenta en alto, lista para el ávido oído.
La sesión del lunes fue una sesión de mucha risa y carcajada, pero también de cariño, ese cariño que siempre desborda el rostro del gallego al hablar de sus informantes, o, más bien, confidentes, quienes le contaron retazos de vida propia o ajena, personas como Hortensia o Amparo que llegaron a estar presentes a su lado, mientras contaba sus historias. Pero la sesión iba de miedo, primero mezclado con algo de chaza en la historia de la moza que madrugó de más para vender sus productos hortícolas en Mondoñedo o en la de los recién casados que se encuentran con una cama poseída. Después el miedo se convirtió en inquietud y casi en sudor frío con la historia de los dos tíos de Castrelos (el de Zamora) donde la poesía y la fuerza de las metáforas -el rebaño como niebla que baja del monte o el silencio que se puede trocear y llevar- dejaron claro que Celso Fernández es un gran narrador, pero también un gran poeta pues conoce la densidad exacta del silencio, es decir, esa relación entre el peso y el volumen del silencio para que lo que cuenta respire, emocione y viva en quien lo escucha.
Hoy el Festival continúa con la aragonesa Sandra Araguas y sus cuentos populares que recalcan por primera vez en Segovia con aires del Pirineo.
