Con las primeras nieves regresan a mi cabeza las historias de los cadeneros y, entre ellos, las de los hermanos “Portillo”—Juanito y Julio—, las de Pablo Herranz, los Ejido, Cayo Pardo —apodado cariñosamente “Furia”— y la de tantos otros que buscaron el pan de los suyos entre el frío y la nieve de la carretera. Y todos aseguraban que las cadenas habían quitado hambre en San Rafael. Cierto. Fueron muchos los hombres que se ganaron el sustento colocando cadenas en aquellos crudos inviernos. Y para ello, el secreto era siempre el mismo: abrigo recio, capacidad de sacrifico, mirada rápida, material a punto, echarse a la calle cuando más arreciaba el frio y la destreza en la colocación de las cadenas antes de que se helasen las manos. ¡Casi nada!
En los años 50, el cadenero caminaba con las cadenas al hombro entre los coches que, orillados por la ventisca y con el motor en marcha, buscaban refugio o una salida a aquella trampa blanca. El cadenero arrendaba su material —primero la soguilla que se enrollaba en los radios de la rueda o, tiempo después, los cordajes y las cadenas— y su servicio en la instalación para pasar el Alto del León hasta Guadarrama. La vertiente sur siempre fue más benévola que la castellana. Por doscientas pesetas, las adaptaba al neumático, tensaba los eslabones y se montaba en el coche con el cliente hasta llegar a la zona madrileña del puerto. Allí, las desinstalaba y… ¡a buscar otro cliente! En alguna ocasión a Juanito le tocó regresar andando, a través del túnel del tren e incluso agarrado a los alerones exteriores de un Buick cuando, por viajar lleno, no cabía dentro del coche. “Ahí sí que se helaban las manos” me contaba.
Con la apertura del primer túnel de la autopista, allá en los años 60, el alquiler llegaba sólo hasta Gudillos; hasta la antigua entrada a la autopista en Las Fuentecillas. Después el ministerio instaló un servicio de préstamo gratuito en la llamada —de ahí su nombre— Casa de las Cadenas de San Rafael. Las cadenas que según su tamaño se grafiaban con letras A, B, C…, se colgaban sobre unas borriquetas y el usuario recogía un juego que después devolvía en Guadarrama. Sin embargo, la maña para la instalación no entraba en el avío así que el negocio continuó siendo rentable para los cadeneros. Cuando el servicio público de cadenas se dejó de prestar, llegó la iniciativa privada en la venta.
Cuenta mi madre, Luisa Rodríguez, que, en los años 70, durante las noches cerradas de nieve y ventisca, la Guardia Civil, los municipales e incluso los propios cadeneros, llamaban a la puerta de su casa a altas horas de la madrugada para que abrieran la ferretería; era el único lugar donde se vendían cadenas. “Fernando —le decían a su marido, mi padre— abre que la carretera está helada y la gente necesita ayuda”. Y Fernando se vestía para echar una mano. A veces no había suficiente género así que, ayudado de una cizalla, una bigornia y un martillo, adaptaba las cadenas a la medida del neumático: “Traiga usted la rueda de repuesto y yo le adapto unas cadenas”, decía. Había otro problema; la gente asustada y atrapada en la nieve, muchas veces viajaba sin dinero suficiente. Daba igual. Las cadenas de vendían al fiado a perfectos desconocidos que se empeñaban en dejar en depósito, como prenda, un reloj o una sortija que, desde luego, no se aceptaba; bastaba con la palabra y apuntar a lápiz su nombre en un cuaderno. Eran otros tiempos. A lo largo de las siguientes semanas iban apareciendo delante del mostrador aquellos desconocidos dispuestos a pagar su deuda. Es la gratitud de quien encuentra una mano amiga en un momento de desesperación. “Por muchos días que pasasen, todos volvían agradecidos para pagar sus cadenas”, me dice Luisa a sus 85 años con una mirada de satisfacción. Y yo, sonrío, le doy un beso y añado: “Misión cumplida, madre”.
Dicen que ya no nieva como antes. No lo sé. Tal vez sea así, pero cada vez que lo hace, no puedo evitar recordar a esos hombres que se ganaron el sustento en la carretera, entre la nieve y la ventisca de los temporales de invierno. La Casa de las Cadenas, en los arribos del puerto, es el testigo mudo de aquella época en que se buscaba el pan entre la nieve.
