Hace un año, Aliona Bolsova ni siquiera tenía claro si quería dedicarse al tenis. Dudaba si seguir sus estudios de historia en Estados Unidos o en España, donde con tres años había llegado con sus padres originarios de Moldavia.
La joven, de 21 años, acaba de alcanzar la tercera ronda de Roland Garros, donde encadena cinco triunfos, tres en la fase previa que le dieron acceso al cuadro principal y dos en este, el último frente a la rumana Sorana Cirstea por 7-6(5) y 7-6(3).
Su sueño puede prolongarse aun para la 137 del ranking, que se medirá por un puesto en octavos contra la sura Ekaterina Alexandrova, una rival asequible dado el nivel mostrado por la española.
Un nuevo triunfo le colocaría entre las 100 mejores del mundo y daría un nuevo impuso a una carrera que tardó en arrancar.
Aliona, que luce un ‘look’ peculiar en el circuito, pelo corto, algo desaliñado y, sobre todo, un lustroso tatuaje en su brazo izquierdo, no disimula la alegría que le produce codearse con las mejores en este torneo, “un sueño para toda tenista”.
A Bolsova le cuesta todavía comportarse como una más en un mundo en el que no se suelen demostrar las emociones. Ella va a contrapelo. Ríe a carcajada limpia y grita su alegría. Ha aprendido a controlar su temperamento en la pista, afirma, gracias a la ayuda de una psicóloga, con métodos de respiración y la visualización.
Un control que demostró en el segundo set, cuando tras dominar 5-2 vio como la rumana empataba a 6. No se desplomó. Demostró serenidad y control.
Con 17 años, recuerda, dejó el tenis. Había acabado la selectividad y recibió una beca universitaria para estudiar en Estados Unidos. El tenis se convirtió en secundario. Primero estudió diseño artístico y luego historia, su pasión.
El año pasado volvió a empuñar la raqueta con una mentalidad profesional. Sin saber si completaría el calendario, con la intención de seguir en la universidad, de no perder comba en los estudios.
