Cierra sus puertas el bar Gallego. Si despedirse, ya de por sí, resulta difícil, lo es más complicado cuando se trata de un lugar que siempre ha sido la referencia para el regreso y un lugar de encuentro. Pero no quedando más remedio, permítanme hacerlo con un pequeño extracto de la memoria. Una sencilla historia de barrio, de vecinos, de amigos y de recuerdos….
De esto, ya hace algún tiempo. Prácticamente, de cuando el barrio de la estación despertaba con el olor a anís de la fábrica, impregnando la neblina de la mañana. De cuando los trenes circulaban y la actividad de la estación ferroviaria arrancaba a buen ritmo. Entonces, no era raro ver a don Víctor maniobrando su seiscientos para despejar el paso de algunos de los vehículos militares que eran embarcados en el muelle de la vía que agonizaba detrás del botiquín. Para ese cometido, estos tenían el acceso directo desde los aparcamientos que están en ese amplio tramo de la avenida del Obispo Quesada y que delimitaban por un lado, la propia estación y por el otro, el Sol Cristina, el bar Talgo, el bar Gallego y contra esquina de este, el Bar Asun. Cuatro bares en línea que, por entonces, formaban el comité de bienvenida, para los viajeros que llegaban en los expresos y en los cercanías de Madrid y de Medina del Campo.

Aquel espacio de la avenida junto a la calleja y la hoy denominada, con gran acierto, calle del Doctor Víctor Sanz Gómez, configuraban un pequeño barrio que en conjunto constituía una especie de universo para casi toda la chavalería. Todo esto, mucho antes de que fuesen creciendo y les entrase la curiosidad o el deseo de explorar el centro de la ciudad y aventurarse a otro tipo de juegos. De momento, correteaban y trasteaban por aquella encrucijada junto al bar Gallego, saliendo de manera “inesperada” de la Calleja, donde estaba el matadero de Justo el Tostonero o bajaban corriendo del monte hasta doblar la esquina, sin ningún tipo de cuidado ni conocimiento, exponiéndose con ello a la pertinente colleja de alguno de los parroquianos del bar a punto de ser arrollado o al merecido manguerazo de la señora Emilia, que era la dueña del bar y también la abuela de alguno de aquellos niños que andaban levantando toda esa polvareda y que le venían a molestar en su intento de refrescar la terraza. No andaría lejos su marido Evangelino, el señor Gallego, al que recuerdo muy elegante, con su sombrero pero, volviendo con los chavales… estos, muy pocas veces, pausaban su ritmo de diversión. Quizás, cuando accedían dentro del bar para saludar a “la señora Olga” que era la hija de los dueños y que no tardaría en tomar el relevo a los mandos del Gallego. Extremadamente generosa, era una mujer protectora. Igual te ponía la merienda que te leía la cartilla y nunca le faltaban razones ni tampoco psicología para anticiparse a las intenciones de cualquiera de la cuadrilla. Sin perder un ápice de autoridad, era capaz de convertir el pequeño bar en una prolongación de los respectivos hogares de cada uno de los clientes y de sus vecinos, sobre todo para aquellos que, desubicados por las circunstancias y los propios reveses de la vida, podían estar pasando por un momento delicado. Y es que, en el bar Gallego, la mayoría terminaba encontrando la calidez de una gran familia. Evidentemente, todo aquello era una percepción compartida, como también lo era la alegría generalizada en la chiquillería cuando, Agripino, pasando frente al bar, hacía sonar el claxon de su camión a su regreso de alguna de aquellas kilometradas que se metía” antes de que, finalmente, lo dejase para quedarse en el bar y ayudar a su pareja, la señora Olga y a los hijos de esta que, desde muy jóvenes, ya arrimaban el hombro y andaban metidos en faena. Puede que con todo aquello, a los hermanos Sevillano, el andar trasteando, les hubiese durado un poco menos que al resto, para quienes el Gallego, ya se había convertido en su lugar favorito de encuentro.
Y así pasaron los años. Allí se veían a la salida del colegio, entre libros y cuadernos amontonados sobre los barriles de cerveza que también servían de improvisados asientos. Después, los libros de BUP dieron paso a un buen montón de abrigos apilados, sobre todo, cuando Agripino atizaba con ganas, la estufa de carbón en invierno. Más tarde, esos abrigos se intercalaron con los petates del ejercito y después, con las maletas de la academia colocadas junto a los barriles por sus respectivos dueños, que recién llegados en el tren y con la emoción del regreso navideño, pausaban el ritmo para hacer su visita obligada en el bar Gallego. Una vez dentro, se iban directos hasta la cocina para dar un buen abrazo de Navidad, a la señora Olga y a la señora Luisa. Después de eso, cruzaban el bar de nuevo y entre sonrisas y unos buenos apretones de manos con toda aquella gran familia de vecinos y amigos que configuraba la clientela, se plantaban frente a la barra para ver a Luis y a Emilio, mientras escuchaban algo parecido a “una de dos, o ya os han echado, o estáis de permiso”… definitivamente, estaban en casa.
