Arde la tierra. El progreso también llegó al fuego, o eso parece. Las llamas ciclópeas, gigantescas, que vimos por California, por Portugal, las tenemos ahí al lado. En paisajes tantas veces andados, degustados, vividos: Cáceres, Salamanca, Zamora, León, Orense, Asturias, Ávila, Cantabria…. Ahora calcinados, negros, casi muertos, si no muertos.
El humo de allí se enrosca en las torres y luego se derrama por las calles confundiendo a los viandantes: ¿nublado?, ¿calima? Testigo extremeño que viaja aprovechando térmicas, ascendencias orográficas, ondas de montaña, como un buitre informador de mal agüero. Minucia ante la tragedia. Porque hemos visto llorar a los habitantes de esas casas que podían ser las nuestras y hemos sentido vergüenza por lo inútil de nuestro dolor frente a aquellas personas que se han quedado sin su historia, sin sus animales, sin su vida.
“¿Qué coño tiene que pasar…? Palabras de político bisoño. Qué tiene que pasar para que nos llenen de cuarteles de bomberos bien dotados que, ojalá, gasten sus horas entre el entrenamiento y el aburrimiento. Cómo traducir en prevención la ciencia contra el fuego. ¿Que no puede ir el ejército, venir los de Europa? El alcalde de Ávila ha llevado a unos cuantos soldados: con sus máquinas evitan que las cenizas entren en las aguas del pantano que les da de beber.
La tierra seguirá seca en verano, los árboles se levantarán cuanto más mejor, las temperaturas elevadas, la velocidad del aire, la falta de humedad relativa. Llamadlo como queráis: cambio climático, calor de toda la vida o adelanto del infierno. El infierno de verdad es este: los campos, las casas, las personas se queman.
Peor: la intención de quemar también perdurará. Enfermos o interesados por quemar: no podremos detenerlos hasta que no quemen, si es que no se esconden en el anonimato. Los rayos del cielo no distinguen entre un árbol y un asesino.
Entonces, tras varias semanas de un calor que te hace maldecir, viene una miaja de fresco, caen cuatro gotas y vuelves a rezar para que esas gotas, más gotas, caigan en la España que arde y sea el llanto que apacigüe las tristezas de las personas que sufren al lado de las llamas. Y las llamas se apaguen.
Como no somos de revoluciones ni de venganzas, al lado de las vigas humeantes, de los cadáveres de ovejas achicharradas, de los polideportivos convertidos en improvisados dormitorios, ha crecido una sordera que no deja oír las promesas habituales de los políticos de turno.
