Ya lo decía Gardel “que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra (…)”. Y es que regresar a la tierra y al origen de todo es sin duda el mejor síntoma de coherencia con uno mismo para darse cuenta de que todo es más relativo que nunca. Volver implica reencontrarse con el pasado querido, envejecido, y aquel otro que no se quiere evocar, filtrando lo que la mente ha de almacenar, un salvavidas selectivo del reencuentro decrépito consciente del paso del tiempo. Conversaciones con Manrique, Machado y Calderón, mientras la vegetación se exhibe entre las ruinas de una casa de marqueses, impertérrita contemplando la historia que la devastó, la decadencia, los cambios y el desinterés por preservar la herencia del municipio que podría poner en valor su pasado de esquileo y trashumancia.
Un viaje al otro lado del Atlántico no consigue derribar la referencia imperturbable del sentimiento emocionado cuando se aterriza en la patria segoviana, respetando y admirando a los que subsistieron entre el Eresma y el Duratón, dedicados al monte, y a otros oficios donde el sacrificio provenía de la necesidad y el buen hacer de la obligación consigo mismos y con el resto de sus vecinos. Volver a las historias contadas de aquellas madrugadas cruzando el puerto de La Lancha por Aldeavieja, donde las provincias castellanas se hermanan, lomas de mulas cargadas de albillo y miel, jornadas socorridas en alforjas de intemperie por unos duros de estación bien bregados.
