Paraje singular, afamado dentro y fuera de la provincia. Un lugar, en la falda norte de la Sierra de Guadarrama, frecuentado por propios extraños, impacientes desembarcos con bártulos para el día en este sitio recóndito entre pinos, atravesado por su río Moros a su paso por La Estación de El Espinar.
Un entorno natural para cuidar, que, sin embargo, con el paso de los años ha visto endurecer la normativa para defenderlo de las insensateces y la falta de concienciación de aquellos a los que les cuesta respetar el binomio de uso y disfruten junto al de procurar la estabilidad innegociable del ecosistema que lo habita.
Imágenes en la retina de una infancia irrepetible, cuando todavía la foto familiar incluía también a los que ya se fueron. Privilegiado emplazamiento de monte con piscinas que ayudaba a combatir el calor y a escapar del pesado julio, compartiendo en familia o con amigos, la escena perpetua del noble y generoso gesto de las madres troceando las viandas que con tanto esmero habían dispuesto la noche anterior de las tarteras, mientras las barbacoas contagiaban el aire con brasas de panceta, chorizo y chuletas, atendidas por los cabeza de familia de entonces, encargados de completar el sustento necesario a todos los allí congregados; energías destinadas a expediciones de caza y captura de cierta fauna que pronto vería truncada su plácida siesta, obligada a buscar nuevo cobijo de temporada para salvarse de intrépidos exploradores.
Aventuras de otra índole, en ausencia de tablet.
