Desperezándose con prisas para despedir al invierno se abre paso el cambio de estación, en mitad de un reloj biológico de flora y fauna desconcertado con los ritmos, las lunas del calendario, el progreso, las consecuencias de un cambio climático que cobra su factura irremediable, con intentos de frenar el daño ya causado en el paisaje.
Echando la vista atrás, en un intento de recuperar el “esplendor en la hierba” y aquellos tiempos mejores cuando ser saludable no era un propósito de enmienda sino la forma de vivir y envejecer del modo más sostenible posible, respetando el entorno sin artilugios ni tantos vertidos. Ahora en un esfuerzo constante de reconversión intentamos crear emplazamientos que sirvan de pulmón contra la contaminación, incluso en la sierra segoviana, refugio sempiterno de los calores de un Madrid seco y sofocante en los meses de verano. En la memoria quedan aquellos penosos fríos y largas heladas. Nieve hasta bien entrado marzo, con extenso letargo para la primavera espinariega, vivaracha y monjil a la vez que explosiva y cautivadora, lo normal, cuando el caos no gobierna el ciclo y no se guarda el abrigo por adelantado. Relegados los bríos por encontrar residencia veraniega en los primeros meses del año, hoteles, villas, casitas, chamizos rentados por temporada, donde ventilar el estío, no muy lejos de la capital se convertía en un impetuoso, abrumador y esperado desembarco de veraneantes. Un prólogo de rutina se sucedía antes de la Semana Santa, anticipando lo que sería la etapa más concurrida y animada de San Rafael y El Espinar. Una escena de vuelta, abriendo puertas y ventanas, aireando estancias, aspirando con ansia el olor de pan recién hecho y las tortas de anís. Visualizando esa pericia para calzar el pedal de la bici en la acera mientras te despachaban en La Despensa o en Álvarez. Sonidos, olores y sensaciones al morder la magdalena de Proust, haciendo la cola correspondiente en el puesto móvil de chuches, después quiosco, en La Corredera.
Y en cada regreso, la Mujer Muerta y Cueva Valiente haciendo de anfitriones en el revolucionado crotoreo de cigüeñas cazadoras afanadas con algún reptil relajado en cómoda mampuesta cerca de La Fuensanta.
