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Aquella calle de San Francisco

por Pablo Martín Cantalejo
15 de abril de 2025
en Tribuna
PABLO MARTIN CANTALEJO web 1
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Me sorprende, al iniciar un paseo por la calle de San Francisco, ver que en el edificio números 6 y 8 aparecen apuntalados todos los balcones, lo que quiere decir que se van a iniciar, o han comenzado ya, obras de restauración.

Me alegra, por una parte, porque se trata de recuperar un edificio que tiene un buen número de viviendas, y al tiempo, porque siento nostalgia al contemplarlo pues en él pasé mis primeros 30 años desde mi llegada a esta querida Segovia.

Esta calle de San Francisco –mejor diremos aquélla, de mi época juvenil- era, quizá, aún contando con su escasa longitud desde el Azoguejo hasta la calle Pintor Montalvo, es decir, frente a la puerta principal de la Academia de Artillería, la vía con mayor número de comercios de todo tipo, porque la compra diaria, que entonces realizaban las madres, en ella era comodísima, ya que el ama de casa, con su capacho en la mano, sólo tenía que recorrerla para encontrar todo lo que se precisase –y más, diré- para las necesidades caseras.

Como dato curioso para el estimado lector, y válido, claro está, para los que la conocimos entonces, relaciono los comercios de los que tengo recuerdo, aunque pudiera fallar la memoria involuntariamente. Pero ahí está el lector que pueda completar la relación. Muchos de estos comercios eran anteriores a la desgraciada guerra civil, pues años después de ésta comenzaron a cambiar las propiedades y fueron llegando otros para sustituir a los anteriores en los mismos locales, previas obras de modernización. Por eso es imposible dar una cifra concreta, pero repito que el número de ofertas ha sido siempre variado y elevado. Dos o tres de estos establecimientos se mantienen, son ya “históricos”.

Había, pues, carnicerías, tiendas de ultramarinos, mercerías, pescaderías, bares, fruterías, peluquería de caballeros, luego llegó la de señoras; tienda de tejidos y ropa de hombres, posada, droguería, tintorería, fábrica de gaseosas –entonces se llamaba “de limonada”-, fotografía, saneamientos y hojalatería, lechería y panadería, farmacia, casquería, sastrerías, artículos de limpieza y piezas de barro e imágenes religiosas, imprenta, un mesón y una tienda de muebles de oficina y máquinas de escribir.

Vivían en ella al menos dos médicos, que recuerde.

No faltaba el paso por la calle de vendedores ambulantes: la señora María que voceaba “Churros para el chocolate”; el arenero con su burro portando la mercancía en las dos aguaderas; el afilador llegado desde Galicia que tiempo después sustituía su primitiva “maquinaria” por una bicicleta preparada para trabajar con ella; el botijero venido desde Extremadura e igualmente con su borrico y las dos aguaderas llenas; los meloneros con productos conocidos como “del puerto” o de la tierra; los vendedores de piñones, secos o frescos según la época, que acostumbraban a sentarse precisamente al pie de mi casa; no faltaban las cangrejeras con sus abundantes piezas, metidos en cestas que se cubrían con paños húmedos pero de donde a veces escapaba alguno fuera de los soportales del Mesón…

La escasez de vehículos a motor era notable, por lo que alguno que otro, pero muy pocos, bajaban por esta calle de San Francisco, lo que nos permitía a los chicos jugar en ella sin peligro alguno, para extender luego nuestros jugos al mismo Azoguejo, cuyo Acueducto aprendí a conocer y admirar desde el balcón de mi casa abierto a la calle, en el que en las tardes veraniegas leía mis novelas de Pete Rice y Doc Savaje, el “Flechas y Pelayos”, “Roberto Alcázar y Pedrín”, o los primeros “clásicos”, empezando por “La ruta de Don Quijote”, de Azorín.

No sería, pues, muy fácil hacer una historia exacta de esta calle por su frecuente variedad de contenidos, por lo que habría que remontarse casi a los orígenes urbanísticos de nuestra ciudad. Pero, bueno, tampoco sería imposible que alguien lo intentara.

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