Vamos a hablar de un libro que habla de los libros. Un libro pequeño, lleno de aire para respirar, un juguete: su autor es Ignacio Sanz, se titula Eva la bibliotecaria (editorial Pregunta, Zaragoza) y les habla a los niños que están dejando de ser niños, a los jóvenes preadolescentes; lo hace a partir de una historia sencilla, entretenida y breve, divertida (por amena) y seria (por su ausencia de banalidad). Se divide en tres partes. La primera, que abarca unas veinte páginas, cuenta la historia de una familia; la segunda es la historia de un sueño y la tercera, una biblioteca soñada que se convierte en realidad. El libro está enmarcado en retazos que componen la historia del narrador, un tal Etéreo Araguás. La biblioteca pasa, así, por varias etapas: primero es el sueño de unas mujeres que tienen “grillos en la cabeza”, después una sala de lectura, luego, un club de lectura y, finalmente, un taller de lectura para los pequeños. Aparecen Miguel Delibes, García Lorca y Miguel Hernández, y, como homenaje a una persona muy querida para el autor, aparece Silvestrito, de Avelino Hernández. “La literatura es contar historias”, dice Ignacio Sanz por boca de Nélida Piñón; pero en las páginas de este libro descubrimos que es mucho más.
En un primer momento leer es viajar; abstraerse, quedarse “absortos, ajenos a todo” lo que ocurre a nuestro alrededor, vivir con los personajes; ya decía Zambrano, y en esto coincidía con Ortega, que el ser humano se distingue de los otros animales en que es capaz de ensimismarse. Cuando hablamos de los libros que hemos leído nos sentimos cada vez más juntos, más cerca unos de otros, porque hablar de la lectura es “muy parecido a hablar del amor; ambas son materias íntimas”; de ahí que se perciba la poesía romántica como la que habla “de las pasiones amorosas, de las muchas maneras que el amor tiene de manifestarse”.
Pero al final del libro la lectura es algo más. Ahora se habla de los libros-luz, de los libros-lámpara. Luz que aísla para iluminar, lámparas que salen de las páginas para embaucarnos, como el Silvestrito, que nos absorbe hasta el punto de que no podemos dejar de leerlo y nos olvidamos hasta de que tenemos que comer; al absorbernos, nos alarga la vida porque “cualquier cosa que crea ilusión alarga la vida” y, lo más importante, nos la hace vivir “con más intensidad”. Cuando Eva lee un libro que es tan bueno que la atrapa, siente “como si las palabras tuvieran un brillo especial y como si ese brillo” la “iluminara por dentro”. Julio, su marido, niega sentirse iluminado, pero sí abstraído, atrapado; “cuando leo un buen libro me olvido por completo de que tuve un accidente y de que ahora me muevo sobre una silla de ruedas”. La lectura, pues, además de enriquecernos por dentro tiene una función terapéutica.
Los libros hacen pensar. Los pueblos son de quienes viven en ellos, aunque vengan de otro sitio, y siempre creemos que la felicidad está en otra parte porque la tenemos a nuestro alcance y no nos damos cuenta hasta que la perdemos. Una biblioteca “rompe barreras, abre mentalidades y acerca a la gente”. La gente que lee piensa a través de los libros y los iletrados a través de los refranes; Ignacio Sanz podría perfectamente haber nombrado a Sancho Panza, que era una persona muy culta, aunque no hubiera leído, y se sabía muchísimos refranes. Dice Ignacio Sanz que “el refrán es la esencia filosófica de los pueblos, de la gente que no hemos estudiado”, y que “los refranes son un tratado de sabiduría popular concentrada”. Junto a los refranes, y de esto se hace eco este libro, aparecen las retahílas, los juegos de palabras y las adivinanzas.
“Para recoger hay que sembrar”, dice también, y si “Eva no podía sembrar trigo, ni garbanzos, ni cebada”, entonces “tenía que sembrar palabras, historias que, como las semillas, crecieran en la cabeza de niños y de mayores para producir nuevos sueños y, sobre todo, para que se creara en ellos la necesidad de seguir soñando, es decir, de seguir viajando para conocer personajes inolvidables”. Soñar… Escribir… Para escribir las memorias de una pulga hay que meterse dentro de una pulga, para las de una vaca hay que meterse dentro de una vaca, Jonás se metió en una ballena y algo parecido hizo un día Bernardo Atxaga. No inventamos nada: sólo observamos (lo que Delibes había escrito en Tres pájaros de cuenta “era fruto de la observación y de la experiencia”, no de la invención: que “sabe más el diablo por viejo que por diablo”); para eso hace falta curiosidad, “la curiosidad despierta las ganas de saber” y se despierta con los libros, que son “llaves de un mundo lleno de puertas (…) detrás de cada puerta hay siempre una oportunidad”. La experiencia es fuente de cultura, pero hay culturas grandes y pequeñas y para llegar a la gran cultura hay que caminar “a través de los libros. El libro es un vehículo inevitable para llegar a la esencia de la cultura más refinada, y digo refinada porque los libros afinan el entendimiento; por suerte, los libros han dejado de ser el privilegio de unos pocos, ahora pueden llegar a todas partes”. Ahí queda dicho.
Decía Unamuno que es tarea de la filosofía remover conciencias; también es tarea de los refranes, como de los libros, “agitar la cabeza de los chavales”. ¿En qué consiste eso? Por ejemplo, en “provocar asociaciones disparatadas”, en “sacarles nuevo jugo a los refranes, romper la lógica del sujeto verbo y complemento, dándoles la vuelta, como a un calcetín”, y así pueden hablar las palabras con distinto timbre; porque “igual que no hay dos campanas que suenen igual, tampoco hay dos pueblos que hablen con las mismas palabras”. “Era fundamental seducir a los niños con la lectura para que luego, como le había pasado a ella, una vez adquirido el hábito, les resultara imprescindible seguir leyendo”. Pura animación a la lectura. Arar por fuera, sembrar palabras y regar por dentro. Ni más ni menos.
