La virulencia que la pandemia derivada del coronavirus está azotando al planeta está revelando los crueles zarpazos en la totalidad del espectro de la producción y el consumo (la economía, la industria, los servicios, el trabajo, etc.etc.) que vienen a aflorar situaciones críticas de supervivencia difíciles de afrontar y más aún de resolver y que están transformando no solo nuestro relativo Estado de Bienestar sino profundamente nuestra relación social habitual y arraigada por el uso tradicional. Sin detenernos especialmente en sectores como la industria (donde diariamente asistimos al cierre o regulación de numerosas empresas con despidos de miles de trabajadores encaminados a la tristeza del paro indeseado); los servicios (como el cierre absoluto de titulares de la restauración, aún las más asentadas y el abandono de numerosos autónomos de dificultades de subsistencia.
Piénsese que según el presidente de CEOE solo en este sector se focalizan renuncias de más de 140 autónomos diarios hasta un total de unos 8.000 en los dos últimos meses). Y así otras pequeñas empresas dedicadas al pequeño comercio en toda su amplia gama que igualmente han tenido que cerrar y colapsar el medio de vida con que sostener sus familias. Según el Ministerio de Trabajo el mes de noviembre arranca con casi cinco millones de personas sin empleo en España. Cuyas familias tienen que comer todos los días. Viene siendo frecuente ver esas largas colas de gente vulnerable para pedir un plato de comida.
Y es aquí donde surge ese angustioso SOS que lanzan a la sociedad los Bancos de Alimentos de toda España que vienen cubriendo una de las necesidades más básicas de la dinámica diaria: hacer frente a la angustia vital de las familias más vulnerables para hacer frente a su subsistencia. En este sentido se acaba de hacer público un informe donde se refleja el número de personas necesitadas a las que los bancos de alimentos ayudaban: en 2019 (1´1 millones de personas); junio 2020 (1´5 millones); septiembre 2020 (1´8 millones de personas). Lógicamente y a pesar de la “inyección” que supuso en octubre la aportación de 17 millones de kilos de alimentos procedentes del Fondo de Ayuda Europea para los más necesitados (que podrían cubrir en el mejor de los casos para los próximos dos meses) y las aportaciones que se venían haciendo por grandes superficies, instituciones, cáritas parroquiales, ONGS, instituciones religiosas, Asociaciones de Caridad y particulares en sus diversas vías de apoyo, los Bancos de Alimentos se ven desbordados por la hambruna que ha generado la pandemia (no solo sanitaria sino laboral también) lo que ha generado una merma de existencias que, en muchos de ellos, se ha llegado al vaciamiento más absoluto de sus “despensas”.
Por si fuera poco digerible esa situación, en este país la nueva normativa ha acabado con la aportación voluntaria a través de bolsas de comida (ahora prohibidas) que ayudaban a paliar el hambre de esas familias auxiliadas por los Bancos de Alimentos. Capaces de atender a más de seis millones de personas de riesgo. Por eso, como variante de esa situación, se proponen llevar a cabo entre el 16 y 23 de noviembre lo que han denominado “Gran Recogida”, que no es otra cosa que la donación que se quiera hacer tendrá que ser en metálico (bien en las propias cajas de los comercios) o por el método online en una web al respecto. Un lío.
Dicho esto parece claro que el problema de la hambruna es más que dramático. Si esto sigue así, es impensable cuál pueda ser la reacción de esos millones de parados titulares de familias vulnerables que empiecen a no tener ni trabajo ni de qué subsistir. Por eso parece de obligado cumplimiento como cristianos solidarios con las necesidades del prójimo que arrimemos el hombro y aportemos -en la medida de las posibilidades de cada uno- la ayuda voluntaria con que hacer frente a esas situaciones dramáticas que se conocen cada día. Y puedan llenarse las despensas de las entidades benefactoras que regulan las ayudas alimenticias que hoy tienen bien vacías sus estanterías. De ahí ese angustioso SOS a la solidaridad. Mientras, niñatos rebeldes, que tienen asegurado un techo y un plato de comida (no como aquellos marginados sin techo), se dedican a las revueltas callejeras reprochables. Qué cosas.
