Cuando la bomba atómica cayó en Hiroshima algo más que una catástrofe humana se producía. La devastación penetró hasta las raíces de una cultura milenaria, y, como sucede con todo lo que impacta en la cultura, también se tambalearon los cimientos de la sociedad nipona. Hasta entonces, la arquitectura japonesa estaba en las antípodas de la arquitectura europea. Europa era, y sigue siendo, un milhojas en el que conviven distintas manifestaciones diacrónicas ensambladas con mayor o menor fortuna. Pero criterios como el respeto al pasado, instaurados desde el Renacimiento, han facilitado que los monumentos se miren no solo como reliquias, sino como objeto de expresión artística merecedores de enseñanza y de respeto, aunque en la práctica no siempre se haya salvaguardado como hubiera sido lo deseable su integridad. Por otra parte, y en coherencia con este criterio, cada vez que se ha levantado una obra ha anidado en ella la intención de perdurabilidad, de traspasar la visión del presente y encaminarse hacia el futuro, como ejemplo de un modo de hacer y de interpretar la relación con la sociedad del momento y con la historia. El magnífico libro de Alöis Riegl, “El culto moderno a los monumentos” (ed.: La balsa de la medusa), explica con claridad esta interpretación europea de las distintas categorías de monumentos y su relación con el gusto subjetivo de la sociedad. La arquitectura japonesa, en cambio, ha bebido desde siempre el valor del momento como proyección espiritual del pasado y del futuro, el gusto por la fluidez, por lo efímero –solo hay que analizar los materiales constructivos-, por la convivencia más intensa con el entorno natural. Fue esta la arquitectura que predominó hasta la Segunda Guerra Mundial.
Arata Isazuki, premio Pritzker 2019, tenía 14 años cuando observó desde la isla de Kyushu el hongo que formaba la bomba de Hiroshima. Pocos años después participaría, de la mano de Kenzo Tange, en la estrategia de reconstrucción de los territorios desolados: ¿Se debía ser fiel a la tradición y al pasado, como ocurrió en la Europa del XIX, y reproducir viejos esquemas patrios o bien debía ser la nueva arquitectura la que encabezara el cambio de la estructura mental del país? No hace falta explicitar la decisión que tomaron los nipones. Solo me queda recomendar al lector que curiosee los testimonios de la arquitectura de Isazuki en España: contemplará una mezcolanza de obras con una disformidad estilística pero con una coherencia exquisita en su discurso arquitectónico.
En los europeos en general, y en los franceses en particular –que obviamente la lideran- se ha abierto una discusión sobre la forma en que se debe actuar en Notre Dame, después del incendio. Hace más de un siglo, Viollet-Le-Duc se planteó en Francia la manera de intervenir en los monumentos. El mencionado Riegl hizo lo propio en Austria. Los españoles no anduvieron a la zaga y adoptaron semejante patrones de restauración siguiendo criterios estéticos historicistas, de los que las portadas de las catedrales de León, Burgos o Cuenca son meros ejemplos. O el Alcázar de Segovia. El riesgo de la estética Exín Castillo fue evidente. Hoy la cuestión ya no descansa solo entre las escuadras y cartabones de un arquitecto ni los criterios de restauración son los decimonónicos. O quizá sí, que en materia de gustos nada hay seguro. Atiéndase a la polémica que levantó en Andalucía la restauración del castillo de Matrera en Villamartín (Cádiz), en la que se quiso respetar al máximo la diferencia entre los sillares del siglo IX y la mano del hombre del siglo XXI. La sombra de Ecce Homo de Borja parecía extenderse a tierras andaluzas. Pero el artículo 20 de la ley 13/2007 de Patrimonio Histórico Andaluz clausuró la cuestión –y le alabo el gusto- al prohibir taxativamente “los intentos de reconstrucción miméticos”.
Lo de Notre Dame aún es más complejo: ¿Se debe reproducir la aguja que con carácter historicista levantó en el XIX Viollet-Le-Duc? ¿Es criterio aceptable hoy en día la simple reproducción de los modelos góticos del siglo XII y XIII? ¿Se deben introducir criterios estéticos modernos aprovechando que ha desaparecido por accidente el testimonio del pasado? Sobre esta última cuestión: no es lo mismo destruir un ábside románico para introducir una sacristía mediante un cubo barroco –San Martín- o interferir en una nave fracturando una obra admirable por su armonía para levantar un templo cristiano –Mezquita de Córdoba-, que respetar el legado introduciendo, sin ruptura ni borrado, un elemento nuevo según el gusto de la época –Palacio de Carlos V, Granada-. Me contradirán ustedes: cuando se cayó el Campanile de San Marcos (1902) los italianos zanjaron pronto la discusión: “Com´era, dov´era”, y hoy nadie se acuerda del viejo. Vale, pero ya no estamos en esas.
Un monumento es un elemento vivo, con un lenguaje propio que se ha ido conformando a lo largo de la historia, y la única identidad que debe respetar es la suya, y por lo tanto tiene que huir de ligazones nacionales o de decisiones estelares. Lo único que no admite son las rupturas irreversibles o los mimetismos. Tampoco hay que tener prisa en la toma de decisiones: es mejor una buena metodología en el análisis de opciones que posturas rápidas que respondan a otros intereses de perspectivas más cortas: v.gr.: políticos, turísticos. Y un deseo. Si opina, que no se haga caso a Donald Trump. Bien estuvo que no dependiera de él la extinción del incendio.
