Al Estado del Bienestar le cupo el privilegio de asumir muchos de los problemas que hasta entonces habían pertenecido al área personal de los ciudadanos. El Estado se convirtió en tutor de la salud, la educación, la seguridad, la supervivencia económica del trabajador una vez concluida su vida laboral…; figuraban las anteriores entre otras cuantas encomiendas asumidas con alegría en la búsqueda de la mayor felicidad posible del ciudadano medio, otrora sin más protección que la que obtenía con el fruto de su trabajo. Los historiadores económicos discuten si fueron los socialdemócratas europeos de posguerra quienes lanzaron la fórmula o tuvo su antecedente en el “New Deal” del presidente Roosevelt.
Siguiendo el hilo del discurso, me llamó mucho la atención la declaración de una señora sevillana que, ante la visita de los Reyes, solicitaba trabajo para sus criaturas. ¿En quién recae esa obligación? ¿Tiene que ser el Estado o los políticos o los propios empresarios quienes busquen a los trabajadores o les cabe a ellos también la responsabilidad de abrirse hueco en el mundo sin esperar que el maná caiga del cielo? La Constitución española es una de las mejores carta magna del mundo, pero algunos artículos, como el 47, asegurando el derecho de todos a una vivienda digna y adecuada peca de buenismo, rozando la declaración de su antecedente, la de Cádiz, que proclamaba en su artículo 6 la obligación de todos los españoles de ser justos y benéficos.
La lógica impresa en esos precedentes puede terminar transfiriendo inexorablemente a la empresa algunos costes y responsabilidades que hasta ahora no contaban entre sus presupuestos. No será desde esta tribuna desde la que se discuta que el Estado Social tiene que salir reforzado de la crisis del coronavirus, pero hay que delimitar los campos no se vaya a gripar el motor de donde emerge la fuerza motriz de la economía, que no es otro que la empresa. No es momento de una política fiscal agresiva, pero tampoco de regulaciones que den rigidez al mercado laboral o supongan cargas y costes que no tengan una derivación directa en la productividad. España tiene unos índices ridículos en la utilización del teletrabajo. Pero no es cuestión ahora de romper inercias mediante una simple norma. Hay que ponderar la atribución de costes y la delimitación de la prevención de riesgos laborales. Como dice un prestigioso autor, “emplear de forma eficiente el teletrabajo puede hacer de la oficina un mejor lugar para trabajar”. No se puede obviar a la empresa como centro básico ni el estímulo de la colaboración que supone las relaciones personales presenciales. Ellos han sido el cimiento de la cultura laboral y social de Europa, no lo olvidemos.
