James Tobin era un profesor de la Universidad de Yale que en 1971 propuso un impuesto para que determinadas transacciones financieras fueran menos lucrativas. Su objetivo era doble: reducir la especulación y atajar las fluctuaciones monetarias debidas a la actuación de ciertos intermediarios financieros. Como era obvio, había que conseguir que el mayor número de países se adhirieran a la propuesta para que esta fuera eficaz; sin embargo, su aplicación no estaba exenta de dificultades operativas; sobre todo de dos: la delimitación del hecho imponible (no eran comparables los movimientos a corto, más especulativos, con las inversiones a largo, que ayudan a la capitalización societaria) y la fijación del organismo destinatario de la recaudación. Al final, el propio Tobin renunció a su tasa. Como dice Xavier Sala, catedrático de la Universidad de Columbia, lo que quedó era “la tasa Tobin sin Tobin”.
Dentro del paquete tributario futuro del Gobierno español se encuentra una Tasa Tobin particular, que adopta el nombre de Impuesto sobre las transacciones financieras; en realidad, solo lo es en parte, porque su hecho imponible se limita a la adquisición onerosa de acciones de sociedades españolas, con independencia de la residencia que tenga el comprador. La regulación propone otras dos limitaciones: que los títulos que se contraten –acciones o certificados de depósitos representativos- coticen en bolsa y que el valor de capitalización de las sociedades supere los 1.000 millones de euros.
Compone el anterior uno de los dos proyectos que esperan su tramitación en las Cortes Generales. El otro es la llamada Tasa Google. El borrador fue aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 20 de febrero. Los primeros párrafos de la Exposición de Motivos sorprenden por su mezcla de ingenuidad y de precipitación. Reconoce que desde el 2013 la Unión Europea trabaja en una Directiva sobre la materia, y que no se ha llegado a un acuerdo. La Tasa Tobin decayó al no ser adoptada por una generalidad de naciones: los inversores saben sortear las dificultades, y si un mercado está grabado, se van a otro; u operan desde otro. Solo Francia, Italia y Belgica tienen regulaciones parecidas a la futura española. Y este es el primer riesgo de legislar sobre la materia: penalizar el mercado nacional. Claro está que la potencia de la bolsa de valores de los dos primeros países citados no es la nuestra. Ni tampoco la estructura de los inversores. En España, un 50% de las acciones de empresas españolas cotizadas son propiedad de no residentes y el 84% de las transacciones son efectuadas por estos. El tipo impositivo no es muy significativo, el 0,2% del importe de adquisición sin gastos asociados, pero puede ser disuasorio para una traslación de inversiones de un mercado a otro; y más en estas circunstancias, con un IBEX que ha perdido un 30% de su valor de capitalización desde que se inició el año.
El proyecto distingue el sujeto pasivo del contribuyente; será el intermediario financiero –bróker- que realiza la operación quien asuma todas las obligaciones fiscales menos las del pago, que corresponderá al contribuyente, la persona por cuya cuenta se hace la compra. Así el control es superior.
Teniendo en cuenta el volumen de transacciones de la bolsa española, se estima que el poder recaudatorio de la nueva figura rondará los 850 millones de euros. Compárenlo con los entre 3.000 y 5.000 millones que costará el ingreso mínimo vital. Y relaciónenlo con los perjuicios que puede ocasionar a la capitalización de nuestras empresas. En tiempo de tribulaciones es mejor no hacer experimentos.
