Parafraseo un poema de Mario Benedetti: a veces, en la vida, suceden terremotos, acontecimientos que no entraban dentro de nuestras previsiones racionales y que terminan por cambiar nuestro orden moral, que no es otra cosa que la manera con la que nos enfrentamos a la vida. El coronavirus no solo va a tener unas consecuencias sanitarias sino también es una oportunidad para que incida en nuestras neuronas con la fuerza con la que un trago de lejía abrasa nuestra garganta. Y para que afecte a nuestro comportamiento futuro. Ahora entenderemos mejor a nuestros padres y abuelos. Comprenderemos el por qué de su obsesión por la austeridad, por el ahorro, por la solidaridad, por el valor que le daban al esfuerzo personal; su estoicismo ante los golpes de la naturaleza o de los acontecimientos sociales. Nos hemos acostumbrado a vivir al día, a satisfacer nuestros deseos antes de que se depositen en nuestro interior y se conviertan en ilusión; a que el interés personal sea el motor de la existencia; a pensar que es el Estado o la sociedad la responsable de resolver nuestras cuitas y satisfacer nuestras necesidades. Las alacenas –ese tesoro de nuestra infancia siempre tan obsesivamente llenas en casa de los abuelos- estaban concebidas para soportar circunstancias excepcionales, que ellos creían a la vuelta de la esquina pero que a nosotros nos producían risa porque no comprendíamos la causa de tanto acopio “para lo que pudiera pasar” dado que lo excepcional no formaba parte de nuestra existencia, imbuidos como estábamos en la sociedad del bienestar. Hoy, el crédito inmediato al consumo ha sustituido al dinero en la alcancía o a ese depósito que la tieta o el padrino nos abrió de pequeño e iba cargando con modestas aportaciones periódicas. El vecino del tercero izquierda es un ser de cara intercambiable al que acaso le damos las buenas tardes si ese día toca. Y no entra en nuestros arquetipos mentales que nos restrinjan nuestro derecho de circulación o de entender el cierre del colegio de los niños como una oportunidad de nuevas vacaciones. El ser humano ha luchado toda su vida por gestionar la memoria: la aprehendida y la vivida. Hoy es simplemente un remanente histórico o político porque es el presente el dueño del acontecer. Ni siquiera tiene su lugar el futuro. El coronavirus es una posibilidad para pensar y poner en valor a esos seres que sufrieron la carestía de la guerra y de la posguerra. Que utilizaban la cartilla de racionamiento porque el desabastecimiento era cosa diaria; que no solo no salían de casa porque no tenían adónde ir, sino que abrían sus puertas para acoger a familiares o vecinos que tenían menos que ellos, a los que perseguía la carestía, o la enfermedad, o un enemigo exterior, sea de la naturaleza que fuere. O que se apretaban el cinturón por miedo a lo por venir, que podía ser peor. Esos mayores, nuestros mayores, no esperaban que Papá-Estado lo solucionara todo; confiaban en su esfuerzo o en su fe; no explayaban su sufrimiento porque no tenían redes sociales con la que invadir la intimidad de los demás. Eran verdaderos héroes de la vida, y su heroicidad ha durado más que un programa de televisión; han sido los verdaderos supervivientes de la historia. Reconozco que estos días, encerrado en casa, en los que mis vicios rutinarios se han ido al traste, y lo que yo creía que eran necesidades se han convertido en cuestiones aplazables, he comprendido por qué la incertidumbre y el miedo han sido dos estados anímicos que han predominado más en la historia de la humanidad que la felicidad. Y que esta tiene contornos imprecisos, porque quien tiene algo sin verdaderamente desearlo no es realmente feliz. Se es feliz una hora, una semana, un mes antes de serlo, y eso ya no se entiende, dada la inmediatez que exigimos a todo. Y también me ha servido para recordar, porque quizá los había olvidado, a esos antepasados ante los que sonreíamos por sus obsesiones y su estilo de vida cuando en realidad poseían más sabiduría que nosotros al haber aprendido de una experiencia que les había marcado de manera indeleble. No sé si es una excusa para ver algo positivo en la pandemia del coronavirus, pero puede ser que a partir de ahora, una vez que el piso haya dejado de moverse tras el terremoto, nos demos cuenta que las nostalgias han cambiado de sitio. Y quizá también -pero esto no puedo afirmarlo- que nuestros valores no son los mismos que cuando transitábamos por una arcadia infinita.
