Cuanto más releo “Las riquezas de la naciones” de Adam Smith más me reafirmo en su catalogación como una enorme enciclopedia que organizó y sistematizó de manera lógica unas circunstancias y unos conocimientos que definieron su época. El libro y su autor han pasado a la historia como el punto de partida del capitalismo doctrinal. En realidad, la virtud de Smith fue hacerse eco de lo que estaba aconteciendo en territorios como el francés, el holandés y el propio británico. Superada la pequeña Edad de Hielo del XVII, el siglo XVIII veía crecer de nuevo una importante agricultura en Europa y los menestrales volvían a ejercer sus oficios con raíces en la Edad Media alegrados por un comercio internacional que propiciaba un desarrollo de los negocios financieros. La demanda experimentó una expansión. Era el germen del capitalismo. Adam Smith comprendió la dinámica del mercado y la propagación de sus leyes naturales y a partir de ahí elaboró su teoría del crecimiento económico. El resto de la historia ya es más conocida: salvo el periodo entre 1797 y 1814 –en realidad, la Primera Gran Guerra- el capitalismo fue ganando terreno hasta la Gran Depresión de 1929.
Tras la Segunda Guerra Mundial el Estado comenzó a ocupar un lugar hasta entonces inédito. La necesidad de que desde la iniciativa pública se propiciara el crecimiento, sustituyendo a la mano invisible del mercado de la que hablaba Smith, dio pie al “Welfare State”: el Estado del Bienestar. El gobierno de partidos socialdemócratas y la institucionalización de los sindicatos propiciaron una participación cada vez más importante del Estado en la vida económica, y no solo en sistemas como el sanitario o el del desempleo sino también con la intervención en sectores declarados estratégicos. El proceso tuvo una interrupción radical con la llegada del ultraliberalismo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y con los fracasos de los planes de nacionalización del primer gobierno Mitterrand. La Constitución española bebe en su título VII de los principios económicos que animaron a la socialdemocracia de los años sesenta. La privatización, tras la creación del Mercado Único, de sectores productivos como el de las comunicaciones y el energético se ve matizada, sin embargo, por la entrada en el capital de entidades financieras tras la crisis del 2008. Pareciera que el Estado en materia económica jugara el papel del último recurso. Garantizadas la universalidad de sistemas básicos como la Educación, la Sanidad o la cobertura del desempleo, está por definir el papel que desempeñará el sector público en la época siguiente a la crisis sanitaria y económica producida por la pandemia. En esta situación de alteración de principios y certezas no sorprende que el primer ministro inglés se haya vanagloriado del magnífico resultado que proporciona un sistema de salud nacional fuerte.
Los programas de incentivación de la economía lanzados por algunos países y por la propia Unión Europea refuerzan la idea de un papel cada vez más activo de las administraciones públicas. Queda por ver la relación futura con el capitalismo financiero y con el libre comercio internacional o con los principios de defensa del ecosistema. El hecho de que la administración Trump haya dedicado más de dos billones de Euros a incentivar la economía nacional puede despistar. Si el desarrollo y los planes de reactivación se hacen con dinero público es justo que también se hagan patentes los retornos. Posiblemente nada a partir de ahora seguirá siendo igual. Será necesario redefinir los escenarios como se hizo a partir de 1945, y que un sistema más igualitario sirva a su vez para incentivar la demanda y los mercados. Ganaría visibilidad la mano con la soñó Adam Smith.
