La maldita pandemia nos ha demostrado con celeridad que es hoy posible lo que hasta ayer era una simple quimera. Por ejemplo, la eficacia de un nuevo modelo de trabajo no presencial. En pocos lugares del mundo se ha valorado históricamente tanto lo de “echar” horas en la oficina como en España. “Es el primero de entrar y el último en salir” era la frase de presentación de todo ejecutivo que se preciase. Se dejaba al margen cuestiones tan esenciales como el cumplimiento de objetivos o la capacidad para organización de los recursos y de las horas de trabajo. Las reuniones maratonianas y en horario intempestivo estaban insertadas en el protocolo de la mayoría de las empresas. Conceptos como la eficiencia —es decir, la racionalización del consumo de recursos en la obtención de un objetivo— y la conciliación familiar no entraban en los parámetros laborales del pasado. Según datos de la Organización Mundial de Trabajo, las horas por teletrabajo en España se fijaban antes de la crisis en el 7% en relación con el total de jornadas laborales —en Italia las cifras eran aún menores: el 5%—, mientras que en países del centro y norte de Europa ascendían al 30 y al 40%. Hoy, del 7% hemos pasado al 46%. Salto tan cuantitativo como cualitativo.
Las cosas han cambiado en un santiamén. Y sin muchas ineficacias según parece. ¿Quién duda de que las tecnologías de la comunicación y el ciberespacio van a jugar un papel más relevante aún en el futuro que las actuales maneras de concebir las relaciones sociales, las relaciones mercantiles, las relaciones laborales? Ni qué decir tiene que como consecuencia de ello la estructura económica de nuestros países cambiará: el turismo de masa ha recibido una puñalada trapera; el pequeño comercio que no tienda a la especialización o que no se centre en una demanda que responda a un estímulo inmediato tiene sus días contados; los supermercados verán crecer exponencialmente sus ventas por internet frente a las presenciales, que más bien quedarán, como los mercados de proximidad, para productos frescos o perecederos específicos; es posible que los espectáculos públicos requieran de otras ofertas que complementen la venta de butacas. Los viajes de negocios y las reuniones presenciales tendrán en las videoconferencias un duro contrincante. Y lo mismo ocurrirá con la ocupación física del puesto laboral frente al teletrabajo. Es posible que el urbanismo futuro acentúe lo centrífugo y huya de las grandes urbes y de las macro urbanizaciones, y que en nuestro país la España vaciada —si cuenta con las infraestructuras necesarias— resulte menos vacía.
Quizá no sea tan inmediata ni tan radical la implantación de lo dicho en líneas precedentes como pudiera deducirse de una lectura estricta de su literalidad. La televisión no ha matado al cine. Ni siquiera las series en canales temáticos. El ser humano es un ser relacional, y más en España y en otros países mediterráneos, y eso no se transmuta sino en unas generaciones. Ni tampoco el ciberespacio ni las tecnologías de la comunicación están libres de otros virus letales. Nuestra generación ha crecido en el goce de los sentidos, y ello implica contacto, carnalidad; en ocasiones prima el gozo a lo útil. La capacidad de adaptación del ser humano es enorme, y lo hemos visto estos días, pero también los códigos de comportamientos permanentes, no coyunturales, parecen estar grabados en nuestro ADN como género. Todavía quedan muchas infraestructuras por ejecutar y costumbres que alterar. Pero que la tendencia futura está marcada no creo que ofrezca ningún género de duda. Y las personas, y los países, que se adapten serán quienes con más salud social avancen.
