Ha muerto Jean Daniel. Dos semanas después de que lo hiciera George Steiner. Nos estamos quedando sin maestros, sin aquellos hitos que supusieron un modelo en el que basar nuestros anhelos de conocimiento y de libertad. Antes lo había hecho Kapuscinski, y mucho antes, perdido en la noche de los tiempos, Stefan Zweig.
Jean Daniel fue ante todo un periodista. De la vieja escuela. De los que creían que la pluma era un arma cargada de futuro capaz de transformar el mundo una vez sometido este a un análisis riguroso y a la aplicación de los valores de libertad, igual y fraternidad. Y de los que tenían grabado en su mente, a la manera de Montaigne en las cerchas de madera de su torre, un principio clásico inmutable: soy hombre y nada de lo humano me es ajeno, que escribió Terencio. Fue discípulo de Albert Camus y fundó el “Nouvel Observateur”, un semanario progresista que reunió en sus páginas a lo más granado de la intelectualidad francesa que rechazaba con igual denuedo el totalitarismo nazi que el bolchevismo, el antisemitismo que el sionismo. Ahora, en la época del crepúsculo de las ideologías, parece fácil, pero entonces no era una empresa sin riesgo.
A Jean Daniel le dieron el Príncipe de Asturias en el 2004. En Oviedo tuvo un encuentro previo con periodistas al que acudieron los entonces Príncipes Felipe y Letizia. Su discurso fue parecido al que un día después desgranó ante el auditorio general: la ingenuidad europea creyó que tras la caída del Muro de Berlín en 1989 serían por fin universales los valores surgidos de la Revolución Francesa, y que estos iban a ir parejos a los que emanaran de la diversidad cultural en un mundo globalizado sin las amenazas del enfrentamiento entre las grandes potencias. Sería el fin de los nacionalismos y de la lucha de clases; de los imperios que venían gobernando el mundo desde el siglo XVII y de las ideologías que funcionaban como religiones. Y fue un error. Pronto el desengaño fue parejo al proceso que evidenciaba que las religiones se convertían en ideología con reminiscencias medievales y que cuando los imperios, o el estado-nación, retroceden, avanzan las etnias y los nacionalismos excluyentes, y con ello el rechazo al distinto, al pobre, al infiel, a quien no pertenece a la comunidad y utiliza sus signos distintivos.
Es entonces misión de los medios de comunicación, argumentaba, parapetarse ante el resurgir de los totalitarismos, de los dogmas, del pensamiento único no dialéctico, de la mentira que persigue un fin espurio – y eso que todavía no estaban de moda las redes sociales y los fake news, pero sí los tabloides amarillos-, y servir defendiendo aquello sin lo cual el hombre no adquiere el rango de humano.
Daniel tenía un hermoso concepto del periodista. Lo concebía como observador que no solo constata la realidad, sino que la piensa, la interpreta, la desmenuza hasta sus últimas raíces, y también como cronista que sabe que desde la comunidad más pequeña está destinado a escribir la Historia, así, con mayúsculas. Sin esos dos elementos: pensar en lo que acontece antes de difundirlo y escribir como si se estuviera realizando la crónica de un acontecimiento, los medios de comunicación se empobrecen, se quedan en meros voceros del instante.
Jean Daniel no era pesimista sobre el futuro, en especial de los periódicos: los concebía como el instrumento cotidiano idóneo para unir la Razón que predicaba Descartes con la exaltación de la Vida que perseguía Unamuno, y ello a través del tratamiento racional de la realidad más próxima y con la protección del impulso vital de los pueblos. Los medios de comunicación veraces, rigurosos, son instrumentos básicos, según Daniel, para el sostenimiento de los valores que componen la civilización occidental, y más expresamente la europea. Sin ellos, la reflexión y la mesura se alejan de una vida cotidiana ganada hoy día por otros objetivos y otras necesidades.
Ha muerto el hombre pero queda el testimonio, el modelo, el ejemplo. Por eso decía Cicerón que los grandes nunca desaparecen, tan fuerte “es la honra, el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompañan”, que siempre terminan perviviendo en la memoria de los tiempos.
