Ha muerto George Steiner. En Cambridge. A los 90 años de edad. Una parte de la humanidad, que quizá con más ilusión que convicción espero que no sea poca, se ha quedado huérfana. En realidad George Steiner había abandonado este mundo hace mucho. Ya no lo reconocía; ya no se sentía cómodo en él. Un mundo que sacrifica a una meta, a un objetivo tangible, la aventura que supone el conocimiento, y en el que la “curiositas” se ve empequeñecida por los intereses del mercado, no era un lugar ya muy agradable para uno de los mayores intelectuales de su época.
Quizá incluso no le esté haciendo un favor llamándole intelectual, palabra hoy con un matiz peyorativo que emponzoña a quien la pronuncia y a quien adjetiva. Estamos en un tiempo mercantilizado en el que lo más urgente es conseguir el fin que se persigue y en el menor tiempo posible. La táctica ha superado a la estrategia; el pensamiento único a la reflexión; los dogmas laicos a la discrepancia; la pura técnica al concepto. Hablar de ética es tan ridículo como intentar inculcar en el ánimo de los programadores de la docencia la importancia de las disciplinas humanísticas. Leer un periódico se ha convertido en un acto de rebeldía ante la venta de píldoras del conocimiento en el mercado de lo superficial. Qué lejos quedan del discurso hoy imperante las siguientes palabras, que deberían estar grabadas como una filacteria en la mente de cada persona que se precie, y más si tiene algún puesto de responsabilidad política o social: “La escuela debe siempre plantearse como objetivo que el joven salga de ella con una personalidad armónica y no como un especialista. En mi opinión, esto es aplicable, en cierto sentido, incluso a las escuelas técnicas (…) Lo primero debería ser, siempre, desarrollar la capacidad general para el pensamiento y el juicio independientes y no la adquisición de conocimientos especializados.” La cita es de Albert Einstein. Hoy en día, hay alumnos que terminan la carrera de Derecho sin entender el concepto y la estructura de lo jurídico; y encontrar a un médico humanista, que comprenda el todo orgánico que es el cuerpo, se está convirtiendo en una tarea ardua, aunque quizá sea en el campo de la medicina en donde los antiguos valores todavía pervivan con más tenacidad.
George Steiner, como Nuccio Ordine, como antes Hannah Arendt, como todavía antes Stefan Zweig, intentó desde su sabiduría explicar el mundo en que vivíamos con el objetivo simple de que viviéramos mejor desde el conocimiento, y que viviéramos mejor en compañía de otros, que no distinto debe ser el fin último de la civilización. La única vez que lo vi le pregunté precisamente por Zweig, que no murió de viejo, sino en una cama de Brasil y por muerte voluntaria. ¿Puede ahondar hasta tal punto el fracaso, la falta de sintonía con el tiempo en el que uno vive, para desear abandonarlo con prontitud? “Yo intento fracasar mejor”, contestó con la ironía propia de alguien que veneraba a Samuel Beckett y su teoría del absurdo y de la esperanza perpetua como tabla de salvación.
George Steiner escribió libros que han pasado a la historia de la literatura, y que forman parte del escaso patrimonio cultural de quien emborrona estas letras. Recuerdo el impacto que supuso para mí leer “Nostalgia de lo absoluto”: “La historia política y filosófica de Occidente durante los últimos 150 años puede ser entendida como una serie de intentos (…) de llenar el vacío central dejado por la teología”. Y tengo que decir que no ha gozado de mucho éxito la empresa. Después vinieron “Lecciones de los maestros” o “La idea de Europa”, que debería ser de lectura obligatoria en el bachillerato español para entender lo que subyace en el decurso histórico que hemos protagonizado quienes tenemos la suerte de formar parte de la civilización europea.
Crítico perspicaz de la revista “The New Yorker” y profesor de Cambridge, abordó, desde su profunda sabiduría, todos los campos que le fueron posible contando con el único instrumento del pensamiento, aunque, a la manera de los gnósticos, aseguraba que la tristeza era un sentimiento inherente a la condición pensante del ser humano, y que solo el gusto por las pequeñas cosas- una taza de té con galletas, cualquier pieza de Schubert- podía aplazar esa sensación. Es la amenaza del conocimiento, de la inteligencia, que en todo caso siempre es preferible al drama de lo bárbaro o a la superficialidad de lo irreflexivo.
“Verosímilmente el hombre se hizo sapiens (…) cuando surgió la cuestión de Dios”, aunque su destino final fuera aniquilarlo, mantiene en “Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento”. Verosímilmente quien esto escribe se sintió más homo y más sapiens en la compañía de un libro de George Steiner.
