Hay una generación que está teniendo verdaderos problemas en mantenerse con estabilidad en el mercado laboral. Es este un proceso iniciado a partir de la Gran Recesión del 2008, y que con toda probabilidad se agrave ahora con la crisis producida por la maldita pandemia. Claro está que esa circunstancia conlleva unas repercusiones inequívocas para el conjunto de la economía española presente y futura.
Como tengo cierta tendencia a la literatura la vengo en llamar la “Generación perdida”. Hay un toque de exageración en ello, desde luego, pero el magma social y su problema se evidencia a quien estamos en el mundo empresarial de manera diaria. Son personas que se encuentran en la franja de edad entre los 28 y 38 años; sin una formación especializada —en ocasiones, incluso con preparación general más que suficiente, pero no acorde con las exigencias del mercado—, con un currículo laboral escaso y fragmentado y perteneciente a una clase social no muy sobrada de recursos y relaciones. La economía española, basada fundamentalmente en el sector servicios y en un mercado laboral temporizado y en ocasiones precarizado —lo uno va relacionado con lo otro—, genera un bucle que no deja de ser paradójico: en épocas de bonanza, de crecimiento económico, los contratos de este segmento antes definido se precarizan; en épocas de restricción son los primeros que salen del sistema de trabajo.
En España, el paro juvenil llega a tasas del 33%, lo que es en sí un motivo de preocupación evidente. Supera con creces no solo la media europea, sino también la de otras franjas de más edad. Y lo malo es que una vez fuera del engranaje laboral su inserción es tremendamente complicada. Pasan los años y la falta de experiencia que se acumula ensombrece aún más el panorama. Tendría que ser esa población en plena madurez la que animase al consumo, la que más implicada estuviera en la dinámica social y política del país, la que con sus cotizaciones aliviara la carga que para la economía supone la pirámide poblacional invertida. Debería ser la que más confianza generara al sistema económico por su dinamicidad y entusiasmo. Y no es así. Los datos del consumo lo atestiguan: más que en ellos, las empresas están centrando sus campañas en el segmento de población entre los 50 y los 65 más que en el tramo definido: son estos los que protagonizan el consumo en ocio, alimentación, turismo e incluso tecnología; conforman la fracción social que va de la generación X —la primera que creció con los avances tecnológicos— a los baby boom nacidos en los sesenta del pasado siglo. El número de personas de más de 50 años representa la mitad del consumo total. Según reflejaba el INE hace unos años mientras los consumidores de menor edad irán perdiendo presencia en el mercado, el de los mayores de 50 crecerá de forma exponencial. Habrá que ver qué resulta a partir de ahora, aunque me temo que la generación a la que aludimos en el principio del artículo seguirá en la lista de desfavorecidas.
Se pueden establecer medidas que alivien el problema social: renta mínima, facilidad en los alquileres, incentivo a la contratación… Pero hay una herramienta básica de cara a no repetir los mismos errores en el futuro: la formación: primaria, profesional y universitaria. Tan ridículo veo que todo el mundo tenga que estudiar una carrera universitaria —en décadas pasadas era el mejor indicador de porosidad social, hoy solo de consumo de recursos y de frustración personal cuando, por ejemplo, un Graduado en Derecho termina de dependiente— como preocupantes el índice de fracaso escolar y el desprecio de una enseñanza profesional. La formación es el principio de todo. Si no lo tenemos claro de nada servirán las medidas coyunturales, salvo para incentivar episódicamente la demanda interna.
