Nos estamos acostumbrando a vivir en la paradoja y en la incertidumbre en el gran teatro que forma la política en nuestro país. Lo de la paradoja era habitual. No tanto la incertidumbre, que es lo mismo que decir lo impredecible. Quizá porque la personalidad de los actuales actores sea propicia a los giros inesperados, a los cambios de guión, al regate, a los movimientos tácticos más que estratégicos, al interés a corto plazo y partidista más que a la visión de Estado. En nada se parecen los actuales protagonistas a la certidumbre de comportamientos que se dibujaba en el carácter de un Felipe González, Alfonso Guerra, José María Aznar o Mariano Rajoy. Ni el escenario es el mismo.
Además de la debilidad en la reciedumbre de los idearios, que se esconden frente al objetivo de alcanzar el poder, o de mantener una buena posición de cara a un futuro cercano –la incertidumbre hace que el futuro siempre esté a la vuelta de la esquina-, ayuda a la causa la inmediatez de los medios de comunicación, presentes al segundo en cualquier proceso, y por lo tanto más dados a la información puntual que a la selección de la información cuando no entregados a la simple argumentación especulativa. También posee una influencia digna de consideración el peso en la opinión pública de las agencias demoscópicas, cada día más semejantes a los shares televisivos. La confluencia de ambos factores ha cambiado no solo el lenguaje sino también los códigos de conducta de la clase política española y de los propios ciudadanos. En ocasiones, el Congreso parece más un plató de televisión en el que se desarrolla un reality buscando un efecto emocional en el espectador que un ágora político. No hay más que echar una ojeada al proceso de investidura del candidato a la presidencia de gobierno. Las cosas cambiaban de un día para otro; qué digo, de una hora para otra, confundiendo incluso a los que, como alguna diputada, no estaban en el ajo y votaban telemáticamente sin conocer el giro inesperado de los acontecimientos. Nada se podía afirmar con certeza que durase más allá de unas horas y la perplejidad y la desconfianza campaban por sus anchas.
Hay que reconocer que la situación no casa muy bien con una sociedad imbuida de principios católicos como la española, en donde en un pasado no muy lejano –en la historia de las conductas sociales cincuenta años no es nada, y más en nuestro país- la falta de previsibilidad se suplía con la fe y con la creencia en lo inmarcesible de los Principios Generales del Movimiento. “¿Y cuando Franco se muera, qué pasará?”, preguntó un compañero mío a un profesor de Formación del Espíritu Nacional. “Franco nunca morirá”, contestó seguro. Luego, reculando de una afirmación tan taxativa y tan errónea según se ha demostrado después, rectificó. “Bueno, alguien seguirá su estela, que es infinita”. Y es que el ser humano, nos guste más o nos guste menos, siempre ha deseado creer en algo como medio de despejar la incertidumbre de su vida. La fe sustituye a la certidumbre. “No son los argumentos racionales sino las emociones las que hacen creer en la vida futura”, decía Bertrand Russell. Y al menos dan estabilidad momentánea a la vida presente. Por eso, la historia de la humanidad es un pulso entre lo laico, lleno de incertidumbres racionales, y lo religioso. Lo religioso no despeja incertidumbres. No es ese su proceso, como aspira la razón. Lo religioso supera lo imprevisible agarrándose a una previsibilidad sustentada en dogmas. Y en ese juego estamos. Cuando parece que lo laico toma cuerpo social, y el relativismo se afianza sobre la base de la razón y de la duda, surge otra vez lo religioso con sus, en palabras del filósofo Fernando Savater, “creencias tan improbables o certezas opuestas”. Pero, ay amigo, el dominio momentáneo de la religión no supone a la larga sino una escuela de incrédulos y de relativistas que, en ocasiones, se muestran tan perplejos que deambulan por la vida con aires de perdidos incapaces de torear el tsunami de la ausencia de certezas.
Y hete aquí que tenemos a la incertidumbre instalada en el panorama político español. Tendremos que acostumbrarnos a ella. Lo malo, como hemos dicho, es que la situación provoca más apóstoles que discípulos, más predicadores que pensadores. Es el signo de los tiempos. Azuzará el ingenio en algunos y la fe en principios inmutables en otros. Los habrá que bajarán al ruedo con ganas de torear y quienes se quedarán en casa con los visillos echados. Cuestión de carácter. Pero la vida de un país fuerte como España, que ha estado quinientos años pensando en el suicidio sin decidirse, seguirá. Es la única certidumbre.
