La RAE testifica el carácter polisémico del término relato: Conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho –primera acepción-; narración, cuento –segunda acepción-. La ambivalencia del concepto, manifestación de la realidad versus ficción, permite su aplicación al campo de las ciencias sociales de hoy, y en concreto a la disciplina que se centra en el análisis político.
Hoy el relato es el instrumento más utilizado por los actores políticos en su afán por acercarse a las esferas del poder y para contonearse dentro de ellas. Más que las ideas; más que los programas, y mucho más, por supuesto, que la intención de conformar un orden moral. Las idas y venidas en la investidura del candidato Pedro Sánchez son buena muestra de lo que afirmamos. Más que programas, y más que ideas, lo que ha quedado coleando en el ambiente es a quién es atribuible la responsabilidad del fracaso en la negociación. Y a ello se han dedicado en cuerpo y alma ambos partidos, incluso con acusaciones sobre manipulación de documentos para distorsionar la imagen del contrincante. Con Mariano Rajoy sucedió tres cuartos de lo mismo, pero al contrario.
Entre sus filas se le reprochó no vender un relato de hombre moderado, estadista y preparado prevaleciendo ante la opinión pública una figura de dontancredo blando (derechita cobarde) y mantenedor de corruptos que acabó costándole el cargo.
La prevalencia del relato en el escenario político se debe a que las actuaciones que componen un programa de gobierno pierden su relevancia frente a la realidad más tangible de la ocupación del poder o, me temo, porque en realidad no haya ni siquiera margen para cambios significativos en una sociedad avanzada como la nuestra, en donde los cabos sueltos –aun habiéndolos- no son lo suficientemente relevantes como para alterar el marco de convivencia. Observen. Hoy ya no hay banqueros; existen bancos; no hay abogados sino bufetes; no hay empresarios –pocos quedan y ya son mayores- sino empresas; no hay políticas, hay relatos.
¿Cómo casa entonces la moral con el relato? La posmodernidad ha alterado los papeles trastocando los límites de la apariencia hasta otorgarle valor con una sola exigencia: que sea creíble. Y es ahí en donde adquiere relevancia el relato. El éxito del proceso depende del lenguaje utilizado y de la administración del tiempo en el que se comunica al segmento de la sociedad al que va dirigido. En el momento en que el público pasa de una posición pasiva, puramente receptiva, a interviniente comenzará a participar como colaborador necesario en el proceso, e interactuará en él dándole valor y propaganda. El fin estará conseguido. Poco importan en todo este trasunto los valores morales y el primero de sus presupuestos: el acercamiento si no a la verdad –por inasible- sí a la realidad de la que pretende alimentarse. Para el establecimiento de un sistema moral la cercanía con la realidad es un elemento constituyente. No así en el relato. Para el relato lo único imprescindible es la credibilidad; que sea asumido como “posibilidad factible” por el sector al que se dirige. Si es posible, por creíble, adquiere visos de realidad aunque en él no se oiga el pálpito de la vida. No será realidad en sí, pero será lo que más se le parezca al contener elementos de factibilidad generados por su misma formulación.
Es por ello que los estrategas del pasado se quedan en poco si no dominan el lenguaje, sabiendo a su vez que los otrora canales de distribución del lenguaje se convierten ellos mismos hoy en lenguaje. Desde luego que el método se aplica en la actualidad con profusión, pero en las democracias occidentales no es nuevo. Posiblemente proceda como estrategia política de la administración Kennedy, una de las más ineficaces, mentirosas y amorales de la historia americana pero que paradójicamente sigue gozando de gran predicamento. Supo encontrar un relato de modernidad, liberalismo y glamour y lo colocó bien en la opinión pública. De esa fuente beben hoy los aprendices españoles que han secado sus retinas contemplando delante del televisor “El ala oeste de la Casa Blanca”.
Los americanos han sido maestros en el arte de vestir la apariencia. Claro ejemplo en la literatura fue el personaje de la novela de Jerzy Kosinski, “Mister Chance”, un hombre simple que se convierte en el asesor principal del presidente con las reflexiones que se le ocurría mientras cuidaba su jardín: juicios tan sencillos como irrefutables por su lógica común y su lenguaje directo y conciso (por cierto, magistral la interpretación de Peter Sellers en la adaptación cinematográfica).
Son estos los mimbres con los que se teje la política en una sociedad como la actual caracterizada por el relativismo moral y por el pensamiento débil y en la que adquiere inusitada fuerza la apariencia: no lo que es, y mucho menos lo que debe ser, sino lo que bien parece por estar bien relatado.
El último escollo que tiene que superar el relato es “la” gestión y por lo tanto “su” gestión. No es solo imprescindible la autoridad de quien lo propone o la formulación y el lenguaje elegido, sino también la gestión que se acometa una vez alcanzado el objetivo que se persigue. Mejor que nadie centró la cuestión el jefe de gabinete del presidente del gobierno, Iván Redondo, en unas declaraciones al programa “Otra vuelta de tuerka”, de Pablo Iglesias, en el 2016: “Que Podemos y Ciudadanos sabéis construir relato está claro. Pero hay que ver si sabéis construir gobierno y gobernar”. Ay, amigo. Una cosa es administrar sombras y otra tener que abrir la ventana para colocar en orden los muebles. La luz hace desaparecer siluetas que en la oscuridad parecían reales. Pero, ¿qué hacer hasta que la luz lo invada todo? ¿Y si se prefiere la oscuridad?
