La economía es como la bicicleta: si se detiene, se cae. Por eso, la necesidad de crecimiento permanente: si se crece, se crean puestos de trabajo, se genera riqueza que a través de los impuestos servirá para financiar los servicios públicos que en un Estado Social incentivan la igualdad y el bienestar de los ciudadanos. En un sistema capitalista el crecimiento, la sociedad de mercado y acumulación de riqueza son la tríada de componentes que conforman su naturaleza. No hay vuelta de hoja posible a menos que se apueste por derrocar al capitalismo. Tiene, sin embargo, dos lunares negros esta teoría; el primero es el consumo de recursos: la sobreproducción conlleva un coste medioambiental notable; los recursos planetarios son limitados y la factura ecológica alta. El segundo es el riesgo de inflación, lo que, salvo que se realice una política monetaria estricta, paradójicamente produce en el largo plazo mayor pobreza. En este caso, solo una balanza de pagos tan positiva como imposible puede equilibrar la economía.
Un endeudamiento excesivo lastra la posibilidad de crecimiento futuro. Porque se encarece el acceso al mercado financiero y porque parte de los recursos deben entonces destinarse a su amortización. Pero hay momentos en que inevitablemente es necesario endeudarse. Los gerentes de empresa hablamos de “apalancamiento financiero”, un término que viene a relativizar la afirmación de que toda deuda es mala precisamente porque sirve de palanca para crecer en momentos en que los recursos propios no son suficientes para financiar iniciativas que propician la expansión. A los países les pasa lo mismo. No toda deuda es de por sí negativa; depende de cuándo se genere y para qué. Pero es en época de bonanza cuando hay que aprovechar la mayor generación de recursos para controlar el déficit y para amortizar débitos. Si no, la cosa se complica. Una fórmula recurrente es entonces la emisión de dinero por parte de los bancos centrales, lo cual en Europa está descartado –los estatutos del BCE lo prohíben- porque produce una pérdida de valor de la masa monetaria viva, es decir inflación, y Alemania tiene horror a la hiperinflación que a principios de los treinta del siglo pasado propició la arribada nazi. El Banco de Inglaterra –autoridad monetaria independiente de la europea- ha aumentado, sin embargo, el “descubierto” del Gobierno británico en sus arcas, y no descarta su financiación monetaria según cómo evolucionen los asuntos. Mientras tanto, a España le toca amortizar este año 110.000 millones de euros. Menos mal que el Tesoro se adelantó a los acontecimientos y emitió en marzo un paquete a buen precio que le da margen. En esta crisis habrá un gran aumento de deuda. Pero concentrada, no recurrente, porque no responde a una situación de déficit estructural. Será necesario que el BCE salga al quite y compre títulos como un descosido para que las primas de riesgo nacionales no se desboquen y financiarse salga carísimo. Por eso la insistencia de Sánchez y del italiano Conte en la emisión de los coronabonos, que es una deuda mutualizada que cada país beneficiario tiene que devolver pero que no penaliza ratings ni resulta cara. El europarlamentario Luis Garicano – antiguo profesor de la London Economic School- ha propuesto otro sistema más innovador: que sea Europa quien emita un billón de euros, que a un interés del 2,5% supondrían unos 26.500 millones al año, que financiaría con impuestos propios –tasa Google, al plástico, al carbono-, sin mutualizar deuda ni aumentar la contribución de los países. Y así dejaría de ser una prestamista de último recurso y se convertiría en una inversora directa.
