El utilitarismo y el positivismo imperante en la filosofía política de las últimas décadas han distorsionado el valor del diálogo y del pacto: el diálogo no encierra un valor moral en sí; sin contenido y sin finalidad es un mero acto representativo. Proponer el diálogo es intrínsecamente neutro desde el punto de vista ético. Empieza a adquirir valor cuando se concreta en un método efectivo para el intercambio paritario de ideas e intereses y se perfecciona en la búsqueda de un acuerdo posible que no choque con los derechos de terceros aunque sí lo haga con sus intereses. Por lo tanto, el valor moral del diálogo no reside en su propuesta o en su formulación sino que dependerá, como vaso comunicante, del valor moral del acuerdo alcanzado.
No hubiera seguido mi argumento Platón. Para el filósofo griego —el primero en tratar con profundidad la cuestión— el diálogo poseía valor moral en sí por el simple hecho del método que suponía —la oposición de dos discursos racionales— y por el fin perseguido —llegar de una manera más certera a la Verdad—. Pero es que después de Platón ha entrado en escena el utilitarismo, como se decía en el inicio, una especial corriente de la moral según la cual lo que es útil es bueno, y por lo tanto el valor de la conducta está determinado por el carácter práctico del resultado. Tan importante, desde el punto de vista axiológico, es la intención como el “acto”. El utilitarismo ha encontrado su campo de batalla más propicio en la política. Además, en este ámbito el “interés” predominante como único propósito ético queda más difuminado porque el perjuicio se diluye y el argumentario de los actores es tan amplio que llega para justificar casi todo.
Por ello, siempre viene bien acudir a las fuentes clásicas para evitar la prostitución del lenguaje o su uso espurio. Si el diálogo tiene como único fin la aquiescencia del otro o se presentan intereses tan contrapuestos que difícilmente se vislumbran puntos comunes o vías de acuerdo, ¿qué valor aporta más allá de ser un puro ejercicio de imagen, vacío de contenido? La ética deja entonces paso a la estética. Siempre es reconfortante observar una mesa dispuesta para el diálogo, pero no necesariamente es algo bueno de por sí. Dependerá del fin que persigan los participantes, de los instrumentos que se utilicen para conseguir un acuerdo y del colectivo afectado. Tres leones proponen a dos gacelas que se reúnan para decidir por mayoría el objeto de la cena. Nadie en su sano juicio recubriría con un ápice de valor moral —salvo que sea negativo— a un “acto” semejante con partícipes humanos. Y, por ende, si por reparos éticos o estéticos alguien no forma parte del conciliábulo pero se beneficia de sus réditos al estar sus intereses representados por otros será copartícipe de las consecuencias de toda índole que se deriven del acuerdo. Creo que no es difícil poner cara al argumento en el teatrillo político actual.
Semejantes matices adquiere el concepto “pacto”. No es lo mismo estar abierto al pacto que conseguir a cualquier precio un acuerdo. De la misma manera que no es lo mismo poseer una mirada amplia que tenerla vacía de tan extenso que se dibuja el horizonte. La frase, por cierto, es de Bertrand Russel. Un pacto no es de por sí bueno. Dependerá de su contenido. El pacto posee un valor instrumental, no necesariamente moral. Pero así como el diálogo debe descansar en la idea de tolerancia mutua y respeto a los intereses o ideas del otro, el pacto, si pretende la reválida moral, tiene que perseguir el bien común: es decir, el mayor número de afectados dentro de la colectividad en que nace; y debe salvaguardar el principio de la “reversibilidad”, que es la mejor manera de respetar los derechos de la minoría no representada en el acuerdo. En caso contrario, su valor moral se pondrá en duda al quedar reducido a un conjunto de intereses cuyo único fin es satisfacer las aspiraciones y el apetito de quienes se han dado cita en el concilio.
El concepto pacto hunde sus raíces en el término latino “pactum”. El mismo del que procede la palabra paz. Para los romanos era un trámite habitual con una importante carga instrumental. En la República, las magistraturas eran todas colectivas. Compartían funciones y poseían el derecho de veto, con lo que los cónsules se veían abocados a un diálogo continuo y a un sistema pactista permanente. Habían superado la Monarquía y temían el día —que llegó— en que el Imperio y los emperadores camparan por sus anchas. Conocían por los historiadores el devenir de los sátrapas en el Imperio persa. Pero el valor moral de los pactos residía en su eficacia como instrumento de control del arbitrio personal, en el equilibrio que suponía entre poderes iguales; en fin, en una mezcla de vigilancia y colaboración necesaria. Muy lejos, por lo tanto, de la consideración del diálogo como pura representación estética o del pacto como método eficaz para el reparto de prebendas.
